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Tiene Antonio Saura una especie de amabilidad natural, de manera que su evidente espíritu tolerante se vierte hacia el exterior a través de unas formas suaves, muy próximas a la bondad, lo que no excluye en manera alguna la firmeza, en el criterio y en la expresión. La exposición que, desde el jueves, está abierta en la atractiva Galería Pilares, es una excelente ocasión para el reencuentro de Cuenca con Antonio Saura; reencuentro activo, quiero decir, porque el pasivo, el de la convivencia cotidiana, durante varios meses al año, se viene desarrollando sin interrupción desde un tiempo ya lejano. Fue Saura, en efecto, el precursor, el primero de los artistas que, en la década de los 50, descubrió Cuenca y se arraigó entre nosotros. Ha resistido, pese a su frágil apariencia física, molestias sin cuento, insultos y amenazas, suficientes para que otro con menos temple moral hubiera buscado refugio en un ambiente menos hostil. Más allá de aquellas experiencias, creo que es cierto el respeto de la ciudadanía conquense hacia Antonio Saura, quizá menos expresivo de lo que ya va siendo necesario. El pintor es, a estas alturas y sin duda alguna, una de las figuras capitales del arte en este siglo que termina. Su fidelidad a Cuenca se manifiesta no solo en esa residencia casi permanente a la que aludía antes, sino en la incorporación progresiva de imágenes conquenses a su peculiar y riquísimo mundo creativo, como puede verse en esta exposición, que debería ser cita ineludible para todos nosotros. Porque es uno de los grandes momentos del año.

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