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Me ha gustado oír una escueta y rotunda declaración sobre la «incontinencia verbal». Viniendo de quien viene -y no diré quién es- es muy de agradecer, sobre todo si consigue aplicarla en quienes le rodean o están sujetos. Cierto que cualquier tipo de control de este tipo iría contra el inalienable derecho personal a la libertad de expresión, o sea, contra la facultad que tiene cada uno de decir en cualquier momento lo que le venga en gana. El dilema entre continencia y libertad se podría canalizar sencillamente con la aplicación de algunas dosis de sentido común, especie siempre difícil de encontrar y más aún en los tiempos que corren. Seguramente hay una tendencia natural a hablar de forma incontinente y sin pensar demasiado en lo que se dice, pero esa inclinación congénita se ve animada ante la presencia -abundante, cabría decir- de informadores armados cada cual con su correspondiente casette. La vista de este instrumento, con el piloto rojo encendido, dispara la verborrea del sujeto considerado protagonista de la situación y que, por lo general, desempeña un cargo político o similar. Si abundara el sentido común, en muchos casos sería suficiente una frase, una explicación escueta y más sabiendo, como saben, que al día siguiente todo va a quedar reducido a 30 segundos en la radio o tres líneas en el periódico. Pero eso es demasiado sencillo, piensan, y en consecuencia, largan. Así se entiende que honestos ciudadanos, orlados con una digna representación pública, sean capaces de decir tal cantidad de tonterías, un día sí y otro también.

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