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He tenido ocasión, hace pocos días, de manejar la colección completa de El Vuelven las calles de la ciudad a sentir el paso cotidiano de cientos de tiernos infantes que van de acá para allá, de casa al colegio y viceversa. Esto no es más que el momento final de toda esa larga ceremonia previa que incluye los minuciosos preparativos de todo lo necesario -aquellos tiempos, diría un castizo a la antigua, en que era suficiente con la Enciclopedia Álvarez, de Burgos, por más señas, y un lapicero, incluyendo en esa generalidad el doloroso trámite de la adquisición de los libros de texto, cada vez más voluminosos, cada vez más caros. Nada es nuevo bajo el sol y esta canción se viene entonando de manera repetitiva por lo menos en lo que va de siglo, de manera que no hay que escandalizarse ni tocar especialmente a rebato. A estos alumnos que ahora empiezan el curso, a muchos de ellos, los pilla de lleno la última reforma (que, naturalmente, no será la última ni la definitiva), pero eso tampoco es nuevo: quien no haya conocido durante su etapa académica un cambio en el plan de estudios, que levante la mano. Es comprensible tanta variación de criterios porque el ser humano es, por su propia naturaleza, perfectible y, por tanto, aspira a mejorar las condiciones de vida existentes en cada momento. A lo que hay que añadir la lógica vanidad de cada equipo ministerial por dejar una impronta indeleble en quienes están sujetos a la disciplina académic. Todo ello, insisto, tiene su razón de ser íntima. Lo que resulta más difícil de entender es que tanta buena voluntad, que se supone, produzca unos resultados tan deprimentes.

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