La ciudad es pequeña, recogida, amable. Se ve pronto, se la conoce bien, suelen decir sus habitantes. Es un tópico repetido y, como todos los tópicos, un punto incierto. Se tambalea cuando vienen visitas, individuales o colectivas, y nos van haciendo preguntas sobre lugares ya inexistentes, observaciones en torno a novedades en las que no habíamos reparado de un modo consciente. Ocurre también cuando salimos de nuestro barrio, del entorno habitual del callejero central que a todos une, y nos acercamos a otro ámbito, después de varios meses -años quizás- sin hacerlo. Entonces, en uno u otro caso, es cuando descubrimos que algo ha cambiado: destrucciones e incorporaciones han servido para alterar aquel paisaje urbano que nos fue habitual en un momento dado. De pronto, uno se siente como extraño visitante en una ciudad que siempre pensó que era fácilmente reconocible; en cambio, tiene sus misterios, tan recónditos que pueden llegar a ser ignorados. Y es que la ciudad -«Pequeña Ciudad», la llamó González Ruano, sin nombrarla, en una serie de artículos memorables- es también un ser vivo y no sólo un conglomerado de arquitecturas muertas. Vive y es dinámica, se retuerce sobre sí misma, parece estar inmóvil en un mismo sitio cuando en realidad se expande incansable allá por donde encuentra un hueco espacial. Es así como se tambalean los conceptos y las rotundidades: cuando uno descubre que las cosas ya no son como creía que eran y que la ciudad, aunque pequeña, ya no se tiene en un puño ni un rincón de la memoria.
- Publicación de la entrada:26 septiembre 1993
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