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Este verano, hace unos días, he terminado de leer un extraño libro de Meliano Peraile, Lo que fuera mejor nunca haber visto. La habitual habilidad narrativa de nuestro mejor cuentista compite aquí con sus emociones -es un libro de memorias-, de manera que la elaboración literaria -un artificio, en suma- se rinde con frecuencia ante la necesidad de dar paso a la intimidad de recuerdos y sentimientos. Describir por dentro las cárceles de Cuenca no es un ejercicio que abunde en el gremio de nuestros escritores, que prefiere producir en abundancia textos apologistas de hoces y chopos. Aunque, en el caso que comento, el narrador ha procurado suavizar dramatismos, concatenados con amables anécdotas juveniles, toda la miseria y la tristeza de una época que no debió existir, está ahí, en esas páginas. También Salvador Zanón ha puesto en marcha y en letra impresa sus recuerdos. Saludo esta iniciativa que parece romper la inercia vigente hasta ahora entre nosotros: aquí no pasó nada. Si yo tuviera poder para ordenar algo, establecería como ejercicio individual, la necesidad de que todos los que tenían uso de razón hace sesenta años escribieran sus memorias. Y así, de la acumulación de recuerdos confusos, borrosos y contradictorios entre sí, saldría vivo el gran fresco de nuestra memoria colectiva.

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