La calle sigue siendo el mayor espectáculo del mundo. Aunque parece haber -en algunos sitios- un enorme complot para echar a la gente de las calles (tantos obstáculos, tantas molestias, tanto tráfico) el género humano se resiste a la expulsión y continúa reivindicando la posesión del ámbito público. Éste es el gran teatro en el que, alternativamente, somos actores o espectadores, según viene el aire. Obtener una buena esquina, un amable portal, quizá un escaparate para la visión indirecta, es tener entrada de primera fila para asistir, a buen precio, al delicioso ir y venir de todos. Y no haDice el diccionario que un bolardo es un noray de hierro para el amarre de barcos.Lo recuerdo, desde que tengo uso de razón, formando una inmóvil fila de gruesos soportes, al borde de los muelles de la que fue mi ciudad. Ignoro completamente por qué misterioso sistema evolutivo, un término marinero ha salido de sus límites naturales, para acabar anclado tierra adentro. No son los bolardos callejeros tan voluminosos como los que hay en los puertos y tampoco prestan el mismo servicio. En la ciudad forman un feo reguero de barrotes de hierro a los que un leve sentido estético del fabricante ha dotado de alguna utilidad decorativa que rompa la monotonía del diseño. Los ejemplares iniciales, situados en casos de emergencia, se van extendiendo, multiplicándose por las aceras de la ciudad, intentando protegerlas de la invasión del avaricioso automovilista, cada vez más necesitado de espacios. Es una lucha -¿incruenta? por ocupar la acera, ese mínimo territorio que el hacedor de calles quiso reservar para los de a pie. Los bolardos urbanos la defienden, como mudos caballeros andantes modernos. Y, como ellos, muchos perecen en el combate: derrotados, troinchados, son víctimas de la violencia desatada por esa necesidad de terreno en el que depositar el tonto coche que señorea nuestras calles.

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