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No hay nada más alienante que las modas. Alguien, en algún lugar, decide qué hay que vestir, cuál es el color dominante, cómo debemos comer. Porque agunos deciden por todos e imponen sus criterios, a veces con argumentos científicos, costumbres que parecían bien arraigadas e incluso sanas y recomendables para el bien común, reciben cualquier tipo de maldicion y son desterradas. En ese devenir de prohibiciones, en el que tan alegre como insensatamente entran algunos médicos, un día le tocó al pan. Esa es una comida de pueblos subdesarrollados, decían; somos el país de Europa que más pan consume, señalaban los estadísticos, insinuando de paso que tal dato reflejaba nuestra incultura social y gastronómica; el pan engorda, acusaban los apóstoles de las dietas estilizadoras. Y el doméstico, familiar resultado de amasar harina de trigo, fue condenado a las catacumbas. Más he aquí que mientras tales cosas sucedían en ambientes fácilmente influenciables, en otros ocurría exactamente lo contrario y así pudimos ver cómo en el exterior, en ambientes «cultos» y «civilizados» florecía una pujante industria que hacía del pan objeto de predilección. De manera que como aquella fue una moda impuesta y no aceptada, rápidamente decidimos volver a nuestros orígenes para dar paso a una nueva etapa de esplendor en la vida del pan, ahora de todos los tamaños, formas y matices. Fue así como el pan volvió a ocupar el lugar de honor en la calle del comercio, al lado mismo de las boutiques de moda. Como debe ser.

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