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Se acaba el verano, inevitablemente. Quienes nos sentimos especialmente felices con todo lo que significa este periodo del año -ropa ligera, temperatura cálida, playa y piscina, vivencias al aire libre- vemos avanzar agosto con la sutil y siempre frustrada esperanza de que «este» año el verano sea capaz de resistir un poco más; vano sueño, que nunca pasa más allá del último día agosteño. En apariencia, eso es algo que satisface a la generalidad ciudadana que ansía, dice, la llegada del fresquito. La observación rigurosa de la realidad contradice de manera palpable -visual, sería más correcto decir- esto que forma parte de la opinión común de las gentes. Porque lo que vemos es el ejercicio de una extraordinaria vocación callejera, que se vuelca colectivamente en cuanto la ocasión -el clima- lo permite. Ansiosos de usas y disfrutar del aire libre, los habitantes de la ciudad buscan espacios para apurar hasta el límite del tiempo, el disfrute del, en apariencia, denostado calor. Ahora, las aceras y las terrazas, las plazas y los jardines, volverán a quedar vacíos. Eso sí, diciendo -quienes lo dicen- qué bueno es el fresco invernal, mientras deshojan el calendario en espera de que vuelva el próximo verano y, con él, la oportunidad de recuperar plenamente el uso y disfrute de la calle.

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