01-10-1993.

    Vivimos la generación del desperdicio, según expresión acuñada hace un par de décadas, cuando empezaban a desarrollarse los envases de plástico, iniciando la prolífica familia de elementos indestructibles, enriquecida sucesivamente con los tetra-brik, los vidrios no retornables y otras menudencias parecidas. Generamos mayor cantidad de objetos sobrantes de los que se pueden reciclar, por más contenedores de colores que ilustren nuestras calles. En la ciudad aún medio nos defendemos; peor lo tienen en los pueblos -muchos o algunos- que literalmente no saben qué hacer con todo lo que les estorba. Aprecio que los sistemas usuales de recogida de basuras no deben resultar atractivos para una parte de la población de estos lugares, que prefiere seguir usando el expeditivo método de acumular sus detritus en un paraje cercano. Eso sí, como el orden reina felizmente en nuestro país, en vez de ir arrojando las cosas por ahí, cada uno por su lado, todos se ponen de acuerdo en depositarlas en el mismo sitio que, casualmente, suele estar a la entrada del pueblo, junto a la carretera principal, para que se vea bien. De modo que todo el que llega o pasa por allí, puede valorar de inmediato la capacidad consumista de sus gentes y la presteza con que van enriqueciendo el improvisado almacén de residuos sólidos. El camión de la basura, que solo entiende de contenedores, pasa de largo por estos reductos de suciedad acumulativa, auténticos ejemplos visuales de la civilización que nos ha tocado vivir, la del desperdicio.

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