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Las multitudes o muchedumbres, por lo general, no suelen suscitar el entusiasmo de los cronistas. La masa, cualquiera que sea su condición y, sobre todo, si es la humana, provoca comentarios peyorativos, despectivos. La aglomeración masiva de personas parece lo contrario de la inteligencia, el buen sentido, el comportamiento cívico, factores positivos que se derivan del individualismo, del ser humano considerado en soledad. De la masa puede esperarse cualquier cosa, sobre todo negativa. Al menos, eso es lo que se suele decir y es preciso reconocer que hay motivos sobrados para dar la razón a quienes así piensan. La multitud, sin embargo, proporciona también a veces la posibilidad de contemplar espectáculos de gran belleza. El final de la fiesta de San Mateo, en una abigarrada multicolor Plaza Mayor era una concentración popular, alegre, escandalosa, multitudinaria… y de un gran civismo. La ordenada y pacífica concurrencia de miles de personas hacia las estribaciones de la Hoz del Huécar, en la tarde del sábado -y su regreso- para contemplar el montaje de imágenes sobre las paredes y las rocas, fue otra excelente ocasión de reconciliar el ánimo con la presencia de la multitud. Y nadie dirá, creo, que en uno y otro caso se produjeron motivos para lamentar la concentración popular. La calle, otra vez, los espacios abiertos, se transforman en un gigantesco escenario en el que los presuntos espectadores alcanzan la dimensión de protagonistas, para dar forma a ese gran hecho colectivo que es la ocupación pacífica y lúdica de la vía pública.

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