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Las farmacias, una vez, tuvieron un problema. O a lo mejor dos. Y como los antiguos maestros -en la mili también- decidieron castigar a todo el mundo: durante las guardias nocturnas y festivas, el local de turno permanece con la verja rigurosamente bajada. Da igual que sean las doce de la mañana de un soleado domingo veraniego o las cuatro de la madrugada de un duro día invernal. Los farmacéuticos han tomado muy en serio su voluntad de aislamiento, de no contaminación, de impedir que alguien les vuelva a hacer una faena. El habitual y familiar diálogo entre el apurado padre de famlia y el antaño amigable mancebo de botica -¿qué me da usted para la tos del niño?- se transforma ahora en un hosco y escueto intercambio de recetas y monedas. La verja, que sólo permite apenas el contacto con las manos, ha introducido un auténtico muro de desconfianza entre ambos sectores. Yo mismo, cuando tengo necesidad de acudir al establecimiento en estas condiciones, miro con hostilidad al inocente dependiente: si él no se fía de mí, ¿por qué he de fiarme yo de él? La verja de las farmacias tiene, desde mi óptica, un sentido de humillación colectiva, al convertirnos a todos en presuntos delincuente. Podrían haber buscado un recurso más civilizado, a la vez que prudente, como es la necesidad de llamar a un timbre, según hacen sus colegas en otras ciudades y los peleteros en todas. Pero no, aquí se ha implantado el reservado el derecho de admisión. Y como no se admite a nadie, pues todos iguales.

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