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Cada fin de semana, las calles de la ciudad se alegran con el paso jaranero de comitivas más o menos estruendosas, que van en busca del recinto elegido por la feliz pareja para formalizar el matrimonio, con las bendiciones de la iglesia, o con la firma del juez, según gustos. En los tiempos de Mari Castaña, la cosa era fácil, porque la norma daba por hecho que el sitio en cuestión era la parroquia de la novia y lo de ir al juzgado, casi de tapadillo, quedaba reservado sólo para una minoría recalcitrante en busca de notoriedad antisistema. Los tiempos cambian que es una barbaridad, el propio barrio ya no es atractivo. Se prefieren iglesias exóticas, situadas en parajes urbanos intrincados, en que los invitados no puedan aparcar aparcar sino en doble o triple fila, propiciando así hermosos atascos de tráfico y por donde pasan continuamente peatones a los que rociar generosamente de arroz o confetti, para que todo el mundo pueda participar con buen humor de la fiesta. Circunstancias todas, dicho sea de paso, que también concurren en el juzgado, con lo que, miren por dónde, Iglesia y poder civil participan del mismo espectáculo. Lo dicho, los fines de semana, la ciudad antigua es una romería de bodas que van de acá para allá, poniéndolo todo perdido pero, eso sí, repartiendo alegría e inconsciencia a raudales. Lo cual, desde luego, es muy de agradecer.

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