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El paisaje después de la batalla es desolador. Los contenedores, desbordados más allá de su capacidad natural, forman ya un espectáculo habitual, por más que desagradable, e incorporado a nuestra cultura, a nuestra forma de ver las cosas. Otras siguen sorprendiendo. El rincón convertido en urinario público y habitual da un paso más en su cualificacion urbana y ofrece, en esta mañana del día de después, un reguero de excrementos que hace suponer la celebración de una bacanal escatológica; más allá, las maderas situadas para proteger un recinto en obra, han sido destruídas, macnacadas, arrojadas a metros de distancia; en otro rincón encendieron una hoguera, quién sabe con qué fines; el banco de piedra ha sido brutalmente golpeado hasta romperlo y así podría seguir esta crónica urbana de un paseo mañanero tras el fin de semana, antes de que aparecieran los encargados de poner árnica y remedio en este desastre colectivo, pero una palabra más alta que otra puede tener negativas consecuencias para la considereación de quien la pronuncie y una acción moderadamente severa provocará las iras de la progresía andante. Tampoco hay que exagerar. Este asunto, como ya se dijo, no es una cuestión de ética, sino de estética. Y esta es asignatura que no está en la EGB, el BUP, la ESO, la LOGSE y, a lo que parece, en ningún otro sitio.

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