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Quien inventó los cajeros automáticos esperaba satisfacer una necesidad, pero no contaba con el espíritu lúdico y juguetón de los seres humanos. En un mundo consumido por las prisas y la necesidad de satisfacer inmediatas urgencias de dinero, poner al alcance de la mano un depósito de billetes era el no va más de la modernidad. El invento trastornó los comportamientos seculares de los oficinistas bancarios, tan cuidadosos y metódicos ellos, rellenando impresos, mirando fijamente a los ojos del cliente, comprobando firmas y listados e incluso llamando por teléfono al jefe de turno, antes de acceder a entregar aquellas pesetillas que el atemorizado usuario intentaba extraer de su cartilla de ahorros. Sacar dinero era todo un rito, marcado siempre por la desconfianza de quien tenía que entregarlo. El cajero automático compió esa dinámica: cuatro numerillos secretos, una tecla, diez segundo y ¡dinero fuera! Lo que supuso, como factor añadido, la eliminación de las largas colas que había que hacer ante la ventanilla. Ahora las colas hay que hacerlas en la puerta de la calle, con sol o con lluvia, mientras alguien, en el interior del local bancario, se entretiene en jugar con las teclas, pidiendo saldos, últimos movimientos o quien sabe si el número del teléfono de la vecina de enfrente, mientras mira de reojo para comprobar cómo va engrosando la cola de futuros usuarios. Eso, sin contar con los que reciben una firme negativa a su demanda de dinero, a pesar de lo cual insisten una y otra vez, tecleando diferentes combinaciones de números, con la esperanza de conmover a la máquina o pillarle una tecla blanda. Con lo que hemos vuelto al comienzo de la historia, o sea, a esperar haciendo cola.

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