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Vista desde el borde mismo en que limitan el protagonismo y la contemplación, la fiesta ofrece multitud de aristas y, por tanto, de explicaciones. Pocas cosas tienen un sentido unívoco, si es que corresponden a comportamientos humanos y así ocurre en este caso. La mayor parte de los que suben a la Plaza ignoran o han olvidado el cómo y el por qué de la fiesta, pero ahí están, sesentones unos y recién salidos del cascarón otros, veteranos corredores por aquí, buscando el hueco casi imperceptible mientras que por allá corren jovencitas despavoridas tan pronto la masa hace un movimiento que insinúa la presencia remota de un esquelético y aterrorizado animalillo con cuernos. Hay mucho alcohol, sí, circulando de mano en mano, y bocatas, y suciedad y mucha gente, excesiva para que el rito se pueda celebrar bien y voces críticas que reclaman un orden imposible y más voces que censuran a los críticos y un olvido generalizado de lo que fue y de lo que debería ser y mucha gente que se esconde y otra mucha que viene a no se sabe qué. Todo es confusión y potro desbocado, pero en pocos casos como en éste la calle lo es en su plena y total aceptación, de espacio abierto, para el uso colectivo, espontáneo y no reglado, en el que los individuos anónimos que integran la multitud aprovechan cualquier resquicio para dejar salir sus inhibiciones, imponiéndose a la, por otro lado, diluida autoridad competente, cuyo principal cometido es mirar para otro lado mientras cruza los dedos para que no pase nada que la obliga a interrumpir esa imperturbable actitud. De modo que, ciertamente, nadie puede decir aquello de «la calle es mía», que es una de las mayores aberraciones oídas en este país de charlatanes.

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