El Cepa retorna a las pantallas de cine
Buceo en el cajón donde descansan los recuerdos e intento revivir sucesos ocurridos hace ya la friolera de 40 años. La memoria lo mezcla todo, los hechos históricos, el rodaje cinematográfico, la polémica social y popular, el nerviosismo interno en el periódico, las declaraciones de unos y otros, la proliferación de artículos, todo el maremagnum que envolvió la aparición de El crimen de Cuenca y el desconcierto que provocó en no pocos sectores y personas que pensábamos haber salido ya de la oscuridad de los tiempos represivos y nos encontrábamos, de golpe y porrazo, con que retornaban los viejos fantasmas. Todo ello se vivió con intensidad en el conjunto del país pero de una manera singular, quizá más emotiva, en el lugar que había sido escenario de aquel episodio y cuyo nombre, para mayor bochorno, aparecía mencionado de manera explícita en el título de la película. Me pregunto si ahora volverá a producirse algo similar o la sociedad española ha conseguido madurar de una vez, por más que la irrupción estrepitosa de algunas actitudes (ya ven los mensajes horribles de Vox, la campaña contra una obra de teatro en Madrid, las advertencias contra una librería) nos hacen temer que las cosas, aún mejorando, no han conseguido todavía alcanzar el nivel de sosiego y tolerancia que, pensamos algunos, sería deseable.
Casi todo lo que tiene que ver con la realidad histórica es bien conocido, porque se ha relatado en multitud de ocasiones. En el pueblo de Tresjuncos, dos hombres fueron acusados de haber asesinado a otro, un pastor, que había desaparecido. Obligados por la tortura que sobre ellos descargó la Justicia, ambos se declararon culpables y estuvieron a punto de ser ejecutados. Cuando ya habían cumplido la pena impuesta, reapareció el muerto con un motivo que se presta al chiste y la burla: pidió al cura del pueblo la partida de bautismo para poder casarse. Aunque los dos inocentes fueron rehabilitados, nadie pudo devolverles el injusto trato vejatorio, los años de cárcel y, sobre todo, los crueles castigos recibidos durante los interrogatorios. Así se acuñó el caso Grimaldos, que Pilar Miró transformó en una excelente, durísima película, que bautizó como El crimen de Cuenca. Era el año 1979.
El tema y, sobre todo, el tratamiento ofrecido por la directora, irritó a quienes siempre están dispuestos a irritarse si algo no les viene bien lo que les anima de manera sistemática a pedir la intervención de los poderes que se encargan de reprimir, censurar, prohibir. El ministro de Cultura de la época, Ricardo de la Cierva, asumió la protesta de los inquisidores y dictó una medida insólita para la todavía joven democracia: impedir la exhibición de la película que, de esa manera, pasó al anaquel del destierro, mientras se alimentaba por todas partes la polémica. Como, a pesar de todo, entre los jueces hay bastantes con sentido común, el Tribunal Supremo dictaminó finalmente en 1981 que no había motivo para la prohibición y, de esa manera, la libertad de expresión, que es algo mucho más serio y profundo que pintar grafitis en las paredes o colgar lazos amarillos de las fachadas públicas, pudo prosperar y la película empezó a circular por las salas..
Ahora, El Cepa regresa, de la mano de un director ya experimentado, Victor Matellano, que ha elaborado un documental sobre aquel extraordinario suceso, contando para ello con algunos de quienes fueron protagonistas entonces. Es una pena que Pilar Miró ya no esté viva para contar su propia experiencia. Imagino que, en este retorno, ya no habrá ocasión para la polémica, las protestas ni las indignaciones puritanas. Así lo espero aunque en cuestiones extremistas nunca se sabe por dónde van a salir.