Cien años sobre diez mil
Los centenarios de personas, hechos o sucesos tienen una utilidad no siempre reconocida: ayudan a recuperar la memoria perdida, o al menos adormilada, de algo que ocurrió en tiempos pasados, remotos incluso y que a gracias a esa celebración alcanzar una vigencia contemporánea, probablemente pasajera pero quizá útil para alguien. Estoy convencido de que tal cosa es cierta, aunque tengo algunas dudas sobre que tal certeza se pueda aplicar al caso que hoy me ocupa en este comentario semanal.
Se cumplen cien años del hallazgo inicial de las pinturas de los abrigos rupestres situados en Villar del Humo y no se cuántas personas, amantes de Cuenca, su historia y su cultura, pregoneros incansables de los valores históricos y paisajísticos de esta tierra, habrán sentido el deseo de hacer una excursión hasta aquel remoto lugar para contemplar el fastuoso espectáculo que ofrecen aquellos parajes, admirar la esbeltez de la Torre Balbina, sorprenderse por la insólita ubicación de la Torre Barrachina o sentir el pasmo que produce siempre (a mí, al menos) la contemplación de esos rasgos firmes pese a su inocencia sobre la superficie rugosa de las piedras milenarias, la más antigua señal de que un espíritu humano habitó estas tierras y sintió el deseo incontenible de fijar su existencia trazando esos dibujos de sorprendente realismo.
Si alguna experiencia envidio no hay ninguna como la de sentirme, con la imaginación, cuando Enrique O’Kelly paseaba a caballo por aquellos parajes, después de su jornada laboral para la Resinera Española, en la zona que va de El Castellar a Cristinas, pasado Pajaroncillo. Nadie, hasta entonces, había registrado señal alguna de que en la provincia de Cuenca hubiera pinturas rupestres, aunque para entonces ya el mundo científico estaba disfrutando con el hallazgo de Altamira. Aquella tarde de 1917, O’Kelly salió a dar su habitual paseo y se dirigió hacia la Peña del Escrito. Él mismo lo contó, en carta que conserva la familia y que yo reproduje en un ya vetusto artículo: “En un pequeño valle, un vallejo, como se dice en el país, pobladísimo de pino pinaster y a la izquierda del mismo, se alza un enorme macizo de rocas silíceas, de flancos perpendiculares en muchos sitios y que con algunas soluciones de continuidad, alcanza una longitud de más de 300 metros , y en cuyo primer tercio y en el lugar más orientado al mediodía, descubrí el clásico abrigo con magníficas pinturas rupestres, representando animales diversos, toros, ciervos, etc., estando en mayor número representaciones de la capra hispánica, característica de las pinturas en abrigos y cavernas de la época en que estas que describo fueron hechas”.
Imagino el estupor primero, la sorpresa después, la alegría final, inmensa, envolviéndolo todo, de este singular explorador, al encontrar ante sus ojos un espectáculo inimaginable, lo que es un auténtico descubrimiento, algo reservado a muy escasos seres humanos. Y también su orgullo al ponerlo en conocimiento de quien, por su posición, podía ser el vehículo adecuado para transmitirlo a la comunidad científica. Juan Giménez de Aguilar fue el destinatario de aquel primer mensaje y apenas cuatro años después las pinturas rupestres de Villar del Humo estaban ya insertas en el repertorio mundial de la sabiduría, porque a las iniciales de la Peña del Escrito se habían añadido ya las de Selva Pascuala, Cuevas de Marmalo y Castellón de los Machos. El gobierno en este caso no fue remiso: siete años después, en 1924, llegaba la declaración de monumento histórico-artístico.
Todo ello pasó, empezó a pasar, hace ahora justamente un siglo. El centenario debería servir no solo para que se lleven a cabo algunos de los actos que están previstos y que encontrarán, como suele ocurrir, un eco dispar, en función de las fechas y de la difusión que se les quiera dar, pero más allá de ese planteamiento lo que debería suceder es una auténtica peregrinación popular para conocer esta primitiva creación humana que desde las paredes rocosas nos contemplan desde hace diez o doce mil años. Ahí, en ese lugar, se encuentra el primer aliento de vida racional en las tierras de Cuenca y no está de más acudir a conocer cómo veían el mundo nuestros más remotos antepasados.