Autovía que no hemos de ver, déjala estar
Comprendo que quienes aspiran a obtener la confianza del pueblo mediante voto en las urnas sientan la necesidad de prometer el oro y el moro si sucede tan benéfico resultado para ellos. Imagino, además, que lo hacen totalmente convencidos de que, si ganan, llevarán a cabo lo prometido, aunque la experiencia nos demuestra, con sobrados ejemplos, que sucede exactamente lo contrario. Como en este país, después de los consabidos 40 años de abstinencia electoral, ya nos hemos convertido en gente experimentada (bendita inocencia, la de los primeros confiados años), no creo que nadie, o quizá pocos, para ser generoso, conceda ni un ápice de esperanza a la mayoría de las cosas que se prometen, pero el repertorio, sin duda, anima las campañas y da argumentos a los chistosos para mostrar ingeniosidades varias.
Entre todas las promesas incluidas en el palmarés hay algunas verdaderamente notables, que darían pie a un joven periodista o investigador dotados de las necesarias dotes de humor para elaborar un sustancioso catálogo de sandeces que, aparte poner al descubierto la alegría natural de los candidatos a la hora de proponer remedios sustanciosos a nuestros males podría dar lugar a un texto divertido por más que la consecuencia final sería, lógicamente, de una enorme tristeza.
Para mí gusto, entre las variadas propuestas que por mi cuenta he ido anotando a lo largo de los años, hay algunas que destacan de manera especial. En el ámbito local, por ejemplo, mi preferida es la de aquel alcalde que prometió construir un bulevard, en línea recta, para enlazar el centro de la ciudad con la estación del AVE, solución ingeniosa, desde luego, y que si alguien la hubiera llevada a cabo nos estaría ahorrando las amarguras que nos invaden cada vez que debemos ir a coger el tren a aquel sitio próximo a la estratosfera. Tampoco fue mala, hasta el punto de que apareció en varias campañas sucesivas, la del Palacio de Congresos, para el que incluso se llegó a elaborar una especie de anteproyecto aunque, eso sí, fue cambiando de posible ubicación según los tiempos, hasta llegar a la situación actual: ya nadie habla de semejante cosa.
Todo lo contrario sucede con las dichosas autovías, materia muy agradecida cuando llegamos a estas situaciones preelectorales porque de un modo difuso, casi inconsciente, sin pensar, parece que todo el mundo está encantado con que se construyan tales sistemas de comunicación, sin atender a las puras razones objetivas: ¿son necesarias? ¿podemos, el país, soportar el coste de semejantes infraestructuras, sólo porque sí? Preguntas que, desde luego, no se ha planteado el candidato que nada más empezar ya ha prometido construir la autovía Cuenca-Albacete, que debería sustituir a la actual carretera autonómica C-220, por el que discurre habitualmente un tráfico tan escaso que hacerla entraría de lleno en el terreno de los lujos.
Por supuesto que sería deseable que se cumpliera aquella otra promesa, lanzada al aire en tiempos triunfales, en los inicios de la Comunidad Autónoma, cuando el entonces presidente aseguró que enlazaría por autovía todas las capitales del territorio. Bajando al terreno de las realidades posibles, yo creo más razonable solucionar el vergonzoso estado en que desde el primer día se encuentra el enlace en Tarancón de la autovía de Cuenca con la A-3 o, en el caso de la de Albacete, corregir y mejorar muchas de las curvas existentes, aparte gastar unos cuantos euros en pintar las rayas sobre el pavimento. Lo demás son gollerías y ganas de lanzar brindis al sol.