Óscar Pinar, en el paisaje urbano de Cuenca

Hay seres humanos que se integran en el paisaje urbano como si fueran un elemento más, con la notable diferencia de que ese ámbito está formado por cosas, objetos, inanimados (a lo más que se llega es al aleteo de las ramas de algún árbol) mientras que las personas viven, se mueven, producen una emoción sensorial, lo animan, de manera tal que cuando desaparecen, cumplido su ciclo vital, se produce un vacío, notamos la ausencia de alguien que durante muchos años ha estado integrado en nuestra visión de un escenario en el que, de pronto, aparece un hueco y eso cambia por completo la percepción que tenemos del conjunto.
        Óscar Pinar formaba parte de ese paisaje urbano. Escribí una vez, hace mucho tiempo: Como los caracoles, cuando salen a buscar el templado sol tras la lluvia, así también Óscar Pinar enarbola sus bártulos pictóricos de buena mañana y sale al aire libre” en busca de paisajes, rocas, ríos, rincones, plazas y plazuelas, calles, callejas que incorpora, en directo, a su lienzo, mientras admite la charla con alguien que, curioso, se le arrima en busca de conversación, quien sabe si de explicaciones sobre su forma de trabajar. Para entonces ya era uno de los últimos artistas de paleta y pincel al hombro y creo que, después de él, no queda ninguno que siga un sendero por el que han transitado notables figuras de la pintura, a quienes parecía normal plantar el caballete en cualquier recodo del camino y dejar que la mano diera forma a lo que captaba su mirada.
        Sus manos se movían de manera incesante, sin parar ni un momento, aunque estuviese mientras hablando, con la destreza natural incrementada por una experiencia de años, desde sus lejanos inicios en los 40 del siglo pasado hasta recorrer un camino que, dentro de una corriente clasicista, muestra una notable evolución a la búsqueda de las formas y los colores que acabaron por definir un estilo inconfundible. Lo podemos ver ahora, en la verdaderamente extraordinaria exposición antológica que se ofrece en la Sala del Museo de Cuenca en la calle Princesa Zaida, donde cuelgan desde obras primerizas hasta ejemplos de sus últimos trabajos formando así entre todos un expresivo recorrido por quien, además, fue un trabajador incansable. La muestra, además, nos permite encontrar no solo las calles y los paisajes de nuestra tierra, que pintó de manera abundante, sino también de otros lugares (Cataluña, Toledo, Madrid, Teruel) hacia los que viajó su interés por las cosas y también algunos retratos de expresividad tan cercana como de trazo enérgico, vigoroso.
        Óscar tenía siempre una rara seguridad en sus opiniones y un encomiable sentido de la exigencia, propia y hacia los demás, que manifestaba de manera constante, expresando un saludable espíritu crítico. Se le podía encontrar en cualquier momento, en los más insospechados rincones urbanos, siempre con su apacible apariencia de campesino al que no faltaba el sombrero de paja protector del sol ni los necesarios aparejos pictóricos, rastreando con persistencia los más íntimos recodos de una ciudad que, aparte de ser suya, pintó de manera constante, buscando siempre un aliento distinto, algo diferenciado porque, como él mismo me dijo en más de una ocasión, no hay dos momentos iguales ni la luz es la misma dos días seguidos. La luz, encontrarla, apresarla, era el gran objetivo de una mirada intensa, viva, inquieta, que penetraba entre las apretadas hojas de los chopos y los intersticios de las rocas. Lo podemos comprobar ahora, en apretada síntesis, en esta exposición verdaderamente singular.


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