Un paseo por la señorial ciudad de Priego

Pocas veces, cuando se alude a Priego, se le antepone o añade el detalle de que es una ciudad, sustituyéndolo por el menos comprometido de villa o pueblo. Pues lo es, desde el año 1894, en que la regente María Cristina firmó la Orden concediendo al lugar esa categoría, la primera en el escalafón, como reconocimiento, decía el texto oficial, al «aumento de su población y progreso de su agricultura y comercio»,  cuestiones que hoy, sin duda, quedan algo en entredicho, sobre todo en el primer aspecto, porque Priego, como ocurre en casi toda la provincia, sufre de manera muy acusada el problema de la despoblación, para el que no parece haber fácil remedio.
       Hay voces muy autorizadas empeñadas en mantener como esencial el carácter alcarreño de estas tierras, de la misma manera que hay otras, no menos convencidas en asegurar la condición serrana que corresponde al lugar. Lo razonable es buscar un punto de equilibrio para encontrar que ambas teorías tienen razón, pues una no debería impedir la vigencia de la otra. Priego se encuentra en el arranque de la Serranía de Cuenca, para la que es puerta y entrada, pero no es menos cierto que gran parte del territorio circundante, tanto en paisaje como en condiciones climáticas y ambientales, corresponde de manera inequívoca a lo que entendemos como Alcarria. Y así, compartiendo características de una y otra comarca, enlazándolas, el hermoso caserío sobrevive a la vera del Escabas, que lo acaricia, ofreciendo a la vista del espectador esa impronta de melancólica presencia que se abre paso a través de una edificación de profundo carácter señorial, en la que no faltan también algunos ejemplos muy interesantes de arquitectura popular.
       Casi nada, muy poco, sobrevive de la estructura amurallada que hubo en tiempos medievales y que encontraba el apoyo natural del poderoso roquedo que se alza sobre el barranco enorme formado por el río. Solo el torreón de Despeñaperros, solitario y orgulloso a la entrada de Priego, mantiene en pie el recuerdo de aquellos tiempos definitivamente perdidos, convertido hoy apenas en un elemento decorativo que compite con las brazadas de mimbre, artísticamente organizadas en formas cónicas, alineadas ante el panel arquitectónico, mientras las alfarerías del lugar ponen la pincelada costumbrista-turística.
       En el interior de la ciudad, la Puerta de Molina es otro elemento que recuerda la presencia de la línea amurallada y que hoy sirve para marcar la tenue distinción existente entre el espacio urbano más antiguo y el más reciente. La disposición original empezó a ser transformada cuando la todavía villa alcanzó importancia política y administrativa al situar aquí su residencia señorial los condes de Priego. La construcción de su palacio, el trazado de una nueva plaza mayor, la actual, y la renovación de la iglesia inmediata, trasladó a la parte baja el centro de interés comercial. Para comunicar ambas zonas urbanas se trazó la calle Larga, precisamente a través del arco de la Puerta de Molina. Actuación que se vio complementada con las construcciones de numerosas casas señoriales, bien por familias pudientes o por familiares de la Inquisición. Fijar aquí la cabecera de un partido judicial fue el hecho definitivo que consagró la importancia social, económica y administrativa de Priego. Todo eso es el pasado. El presente se vincula a una existencia sosegada que permite al visitante admirar el sentido armónico de la edificación, pese a algunos desajustes entre lo antiguo y lo nuevo, que se transmite a través de un sentido natural que tiene en la elegancia su mejor expresión.

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