El vituperado gorrino de las granjas rurales
Carezco de preparación y conocimientos suficientes para comprender las cuestiones agropecuarias, lo que no me impide valorar en forma debida lo que sucede en ese amplio segmento del mundo laboral. Me hubiera gustado tener algún terruño productor de uvas o aceitunas o pisar bajo mis pies un huertecillo de esos individuales en los que algunos amigos míos cultivan tomates o pepinos para su uso particular y bien que presumen de ello en cuanto tienen ocasión. Pero el destino me ha hecho sujeto totalmente urbano, sin vinculación práctica con el campo, déficit que compenso con una profunda curiosidad por cuanto sucede más allá de los límites marcados por la estructura urbanística ciudadana. Por ello suelo seguir con interés las noticias que se generan sobre cosechas y rendimientos, los avatares de la agricultura (si llueve suficiente, si hay sequía, si aprieta el sol, si los precios suben o bajan o ese mundo tan misterioso de las subvenciones que vienen de Europa) aún sin entender mucho lo que se esconde tras las esotéricas explicaciones que acostumbran a dar unos y otros.
Ahora les toca a las granjas de porcino y con idéntico afán de enterarme y comprender sigo el repertorio de noticias que van jalonando la actualidad, convencido de que nadie dice exactamente lo que pasa, o sea, las razones últimas que se ocultan tras lo que aparenta ser una polémica parcial e interesada. Granjas de animales ha habido toda la vida y las sigue habiendo; más aún, existe una directa vinculación entre el ser humano y esos locales donde se crían, cuidan y engordan desde gallinas a conejos pasando por corderos y el ahora discutido gorrino, cuyos ricos productos son tan queridos por casi todos los humanos, exceptuando esos bárbaros que han decidido declarar la guerra a la carne animal, usando de los más expeditivos mecanismos violentos. No solo ha habido esa relación a la que aludo, sino que los animales han estado insertos en la vivienda familiar hasta hace muy poco tiempo. Sorprendería ahora leer los episodios, algunos ciertamente curiosos, que jalonan el proceso administrativo para conseguir que en una ciudad como Cuenca las gorrineras salieran del casco urbano para ocupar espacios en los alrededores. Y eso no pasaba en la Edad Media, sino ayer mismo como quien dice. Superviviente de aquella íntima relación es el gorrino de San Antón, que hasta hace muy poco tiempo (quizá todavía en algún sitio) paseaba alegremente por las calles alimentado por todo el vecindario, en espera de que llegase su hora mortal.
Es encomiable la intención presunta que se esconde tras los alegatos surgidos contra las granjas de porcino. Por supuesto que el más elemental principio de prudencia sanitaria aconseja que los malos olores generados en tales instalaciones no perjudiquen al conjunto de la población, aunque es muy llamativo que las proclamas en tal sentido hayan surgido ahora, precisamente ahora, y no antes (este es un asunto muy viejo) y se dirijan contra una empresa concreta que, deduzco, no cuenta con las simpatías de los promotores de la campaña. Aunque más curioso aún me parece que, entre esos alegatos, no se deslice apenas ningún comentario sobre la conveniencia de fomentar la riqueza provincial y favorecer los mecanismos de producción que aporten algo de bienestar a la depauperada economía de nuestros pueblos. Lo que abre un dilatado abanico de incógnitas que a mí, la verdad, me gustaría despejar, aunque solo sea para satisfacer la necesidad de saber y comprender.