El volátil destino de los guijarros callejeros

Una de las señas de identidad del entramado urbano de Cuenca es la utilización y presencia del enguijarrado como forma natural del pavimento callejero. Quienes a mediados de los años 50 del siglo pasado iniciaron la recuperación del carácter propio de esta ciudad entendieron, con muy buen criterio, que esa era la técnica que debería utilizarse en el proceso de restaurar el casco antiguo para devolverle, en la medida de lo posible, el estilo que debió tener en sus orígenes, el que corresponde a una ciudad medieval, con raíces en el periodo musulmán.
       Para aplicar esta idea, el Ayuntamiento promovió, entre sus trabajadores, un grupo especializado en la aplicación de esta técnica que requiere varias cualidades tanto profesionales como personales, porque para enguijarrar un pavimento hace falta mucha habilidad manual (aquí las máquinas no tienen nada que hacer) y una infinita dosis de paciencia, virtud esta última que se contrapone con la precipitada idea del tiempo que se tiene en los tiempos actuales. Pasaron los años y aquel laborioso entramado empezó a sufrir el deterioro natural al que están sujetas todas las cosas, con un curioso matiz: cuando salta un guijarro hay que acudir rápidamente a reponerlo porque, si no, a continuación van saltando todos los demás y en poco tiempo se produce una espectacular descarnadura.
      Al principio, la cuadrilla municipal acudía con presteza a reponer los huecos dejados por los revoltosos guijarros y las cosas pudieron mantenerse con cierto equilibrio durante bastantes años, hasta que las condiciones iniciales sufrieron cambios profundos: fueron desapareciendo aquellos obreros especializados y, en su lugar, aparecieron las prisas, la precipitación, la urgencia y la necesidad de que todo sea barato. De esa forma, cuando se implantaba un suelo de guijarros, a continuación se arrojaba sobre él una infame lechada de cemento para asegurar el ensamblaje de los cantos, distorsionando su carácter y afeando el resultado. Por si faltara poco, en un nuevo proceso de distorsión, en las calles con tráfico los guijarros fueron sustituidos por adoquines, impropios de una ciudad como Cuenca, por muy útiles que resulten para soportar el paso de los vehículos. Y así hemos llegado a donde estamos. El último despropósito se puede ver en la calle Matadero Viejo.
      Ni que decir tiene que en ciudades tan cuidadosamente conservadas como Córdoba, Granada, Ronda o Jerez, este problema no existe. En ellas pueden encontrarse maravillosas calles enguijarradas, cosa propia de lugares que respetan su esencia urbanística y procuran mantenerla sin descuidos.
      Aquí el nuevo y ya inminente desastre se está elaborando en la calle de San Juan, en la que los guijarros van saltando por docenas, uno tras otro, sin que nadie acuda a detener el proceso, iniciado con la chapuza realizada por quienes abrieron (y mal cerraron) la zanja para introducir las tuberías del gas natural. Después de aquello, en tiempos mejores, hubiera bastado con que dos o tres trabajadores diestros hubieran empleado un par de jornadas en reponer los guijarros voladizos para que todo siguiera en orden y belleza. Como eso no se hace, el resultado está a la vista y lo puede comprobar cualquiera, ahora mismo: la calle de San Juan está siendo despellejada, piedra a piedra, abriendo descarnaduras que, amén de peligrosas para quienes transitan sobre ellas, aportan un triste, lamentable aspecto de abandono.

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