Cambiar lo necesario para que todo funcione

Una inteligente investigadora ha realizado una ingente tarea de recopilación, comparando las sucesivas ediciones del Diccionario, de todas las palabras que el idioma español ha descartado en los últimos dos siglos. El resultado es sorprendente. Por lo común, nos admiran algunas de las decisiones académicas incorporando al idioma oficial términos surgidos recientemente, pero pocas veces caemos en la cuenta de que, a la vez, otras muchas palabras, en vigor hace 50 o 100 años, han desaparecido por completo del lenguaje cotidiano y por ello son arrumbadas, suprimidas de ese maravilloso y utilísimo instrumento de consulta para quienes escribimos.
       Ello confirma, con un hecho contundente, algo sabido de sobra: el idioma no es inmutable, mucho menos intocable. Probablemente es el elemento más vivo de nuestra civilización, el que con mayor dinamismo asume la evolución de la sociedad reflejándose en el modo de hablar y en la elaboración de términos idiomáticos en los que se recoge cuando hay a nuestro alrededor, incluyendo lo que no se ve, pero se siente, se imagina. Así nacen las fabulaciones y las complejas explicaciones con que se estudian los factores determinantes de nuestra existencia.
       Cambiar de manera constante es consustancial a la naturaleza del ser humano. La palabra cambio alimenta, últimamente, multitud de discursos sociales pero sobre todo políticos. Quienes han ganado las elecciones, a cualquier nivel, aseguran su disposición a gobernar de una manera diferente y no falta quien adelanta, con una osadía digna de todos los miedos, que no va dejar títere con cabeza de lo que ahora hay, tal es su disposición a cambiarlo absolutamente todo. De sobra sabemos que esa balandronada difícilmente puede llevarse a cabo, porque luego vendrá la realidad para poner a cada cual en su sitio, pero la simple enunciación de semejante propósito es suficiente para valorar la inestabilidad mental y emocional de quienes así se pronuncian.
        Se atribuye a San Ignacio la famosa máxima de que “en tiempo de desolación no hacer mudanza”. El fundador de los jesuitas se refería, en realidad, al ámbito espiritual, al desasosiego del alma, aunque la frase se viene aplicando de manera rutinaria a cuestiones materiales. Más ajustada, me parece a mí, es otra sentencia, esta contenida en uno de los textos que personalmente más valoro, El gatopardo, donde su autor, Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa (esa isla entonces paradisíaca y hoy sometida a los terribles avatares de la emigración marítima), pone en boca de su protagonista, Fabrizio Corbera, príncipe de Salina (inolvidable Burt Lancaster), esta rotunda frase: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, artificio semántico de profunda interpretación.
        Nos encontramos en un momento de cambio, claro que sí. Incluso quienes han sido ratificados en sus puestos saben de sobra que hay multitud de cosas que no pueden seguir así. La habilidad del buen gobernante se encuentra en directa relación proporcional con su sentido común, que no siempre abunda en la medida deseable y por eso se explican algunos disparates cometidos en los últimos años y que a la vista están. La inteligencia de quienes ahora llegan a los cargos públicos se manifestará, y no tardando mucho, en la forma en que apliquen a la vida real el concepto “cambio”, eso es, como ejercitan el arte de sustituir todo lo innecesario a la vez que se mantiene en vigor lo que resulta provechoso para la ciudadanía. Cambiar todo para que todo siga igual pero sabiendo que en tiempo de desolación conviene no hacer mudanzas fútiles.

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