La prolífica obra del señor Anónimo

Empezaré con una argumentación simplona, al estilo de Pero Grullo. Todas las calles, en ciudades y pueblos, tienen en alguno de sus extremos un rótulo que las identifica con su nombre: así es fácil saber dónde se está. En esas mismas calles, los edificios monumentales están igualmente señalados con una placa que los denomina y lo mismo pasa con las dependencias públicas, cada una con su correspondiente rotulación que no deja lugar a dudas sobre lo que se puede encontrar dentro. Si pasamos al terreno privado, los hechos son igualmente diáfanos; no hay comercio, tienda, despacho de profesionales o de servicios que no cuide de poner en su fachada un letrero que ayude a todo el mundo a localizar lo que busca. Y si salimos a las carreteras, encontraremos igualmente docenas de paneles marcando las direcciones y las oportunas señales indicando las salidas hacia otras direcciones e, incluso, en la mayoría de ellas, los puntos kilómetros que informan del lugar exacto en que el viajero se encuentra.
      Vivimos en la sociedad de la información, como de manera repetida se nos recuerda de vez en cuando, venga a cuento a no. Queremos estar informados, deseamos saberlo todo, aspiramos a disponer del mayor cúmulo posible de datos que nos den seguridad acerca de quienes somos y, sobre todo, de donde estamos. En ese despliegue de material informativo sobre el mundo que nos rodea hay un sector, una especialidad, que en una ciudad como Cuenca se mantiene en el más triste (e injusto) anonimato. Si en el imaginario recorrido callejero que aquí se propone vamos pasando por calles, plazas, edificios, museos, instalaciones oficiales, comercios, encontraremos esos cientos de placas de identificación, pero si nos sale al paso, casualmente, una figura escultórica, no sabremos qué representa y, menos aún, quien es su autor.
       No es Cuenca una ciudad poblada con generosidad de imágenes escultóricas; más bien habría que decir lo contrario. Durante años sólo las figuras talladas por Marco Pérez en el parque de San Julián y el monumento a los muertos de la guerra de África, en la actual plaza de la Hispanidad, ocuparon entre nosotros ese capítulo dedicado a la ornamentación urbanística. Luego, cuando se puso en marcha, a mediados del siglo XX, la recuperación del casco antiguo, aparecieron tímidamente algunos bellísimos ejemplos, como la encantadora Virgen, de Fausto Culebras para la calle Madre de Dios o la delicada Moza del Cántaro, de Leonardo Martínez Bueno, en la plaza de San Nicolás (que es mi preferida, y por eso la elijo para ilustrar este artículo). Con el avance de los tiempos democráticos y la modernidad empezó a abrirse camino entre los regidores municipales la idea de que tanto ladrillo debería ser compensado poniendo acá y allá alguna escultura, concreta en algunos casos, figurativa en otros, abstracta incluso, cada una de ellas con su propio simbolismo y significado.
       Y así, al buen tuntún, fueron apareciendo imágenes de Javier Barrios con el Fray Luis de León junto al castillo, el Federico Muelas de San Pantaleón o El Nazareno de la plaza de la Constitución, que también encontró monumento de Gustavo Torner, a los pies de Mangana, y el Alfonso VIII de Miguel Zapata en los jardines de la Diputación con réplica de Barrios en la plaza del Obispo Valero, autor también de la reproducción de otra de Martínez Bueno en la rotonda de República Argentina, mientras que Tomás Bux colocó a Pedro Mercedes frente al barrio de San Antón. Y se fueron extendiendo figuras escultóricas, ahora ya bajo la influencia del diseño abstracto, de Belén González y Cruz Novillo (esta, la más voluminosa de todas) en Hermanos Becerril, y de Jesús Molina en Antonio Maura, frente a la antigua Resinera. Un artífice del hierro, José Luis Martínez, ha levantado una sugerente figura de Don Quijote en la calle de San Esteban y un muy expresivo Grupo Turbas en el inicio de la subida al casco antiguo. Lorenzo Redondo Badía es el último escultor en situar una obra suya, en la calle Colón. Y con ellas no se agota el repertorio, pues aún hay más ejemplos.
       Figuras, arte, expresividad, simbolismo. Como escribió Leo Cortijo hace una semana, “observadores inmóviles de la ciudad”. Todas estas esculturas, salvo la de Jesús Molina, aparecen sin identificar. Cierto que en el mundo del arte el autor más prolífico es el señor Anónimo. Pero estas obras callejeras distribuidas por las calles de Cuenca si tienen autores conocidos y no es justo, ni correcto, ni elegante, que a su lado no haya una placa (pequeñita, si se quiere, para que no estorbe) que deje constancia del título de la obra y del artista que la creó. Para que la gente lo sepa y dejen de ser anónimas.


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