El sueño de una noche de invierno

Parece que esta vez sí va en serio y que el gobierno va a tomar la decisión de poner término a la aventura del ATC en Villar de Cañas. La noticia, si se confirma, alegrará a todos los que desde el comienzo vienen postulando la cancelación de ese proyecto y entristecerá a quienes vieron en él una oportunidad dorada para conseguir trabajo, dinero y progreso. Ya se sabe que en este mundo todo depende del color del cristal con que se mire. Más allá de las apetencias, las conveniencias, los intereses y las ambiciones de unos y de otros, el caso del ATC (similar a otros muchos, y eso es lo verdaderamente lamentable) debería hacer pensar sobre el cúmulo de incongruencias e insensateces que lastran la vida de este país, y que se traducen en un despilfarro incontenible por el que, ciertamente, no se exigen responsabilidades a nadie.
      Mientras los chinos nos demuestran de qué manera tan razonable, firme y eficaz se puede construir un hospital en diez días, en las latitudes donde se localiza esta parte del mundo llamada España es posible estar durante décadas dudando acerca de cuál es el mejor camino a seguir, mientras se deshoja la margarita o, imitando al telar de Penélope, se va tejiendo y destejiendo el panel no mediante ideas coherentes, sino según el capricho del último que llega sin que, por otra parte, en el desarrollo de este vaivén recibamos explicaciones válidas, sino declaraciones tajantes, apasionadas, de las que no admiten discusión, en  un sentido o en otro.
       A mediados de junio del año 2006, el gobierno comenzó a desvelar uno de sus más inmediatos proyectos: la construcción en algún punto del país de un Almacén Temporal Centralizado (ATC) en el que recoger con las debidas medidas de prudencia y seguridad los desechos generados por todas las centrales nucleares, hasta esos momentos conservados por ellas mismas o bien trasladados a otros refugios situados en diferentes países de Europa. Después de cuatro años debatiéndose entre dudas, el primer Consejo de Ministros presidido por Mariano Rajoy, el 30 de diciembre de 2011cortó el nudo gordiano: el ATC irá a Villar de Cañas.
       Diez años después de esta decisión (y quince desde que se empezó a pensar en ella), las obras apenas si han avanzado pero, eso sí, se han invertido docenas de millones de euros (90, en total) que ahora, por lo que parece, habrá que arrojar a la papelera porque, entre otras cosas, las centrales nucleares han empezado a resolver el problema por sus propios medios y ya nadie considera necesario que se haga semejante obra. Por ahí se deduce que van los tiros según las últimas declaraciones de la flamante vicepresidenta responsable de ese tinglado variopinto al que se le llama Transición Ecológica que, sin embargo, tampoco se atreve a decir si sí o si no, manteniendo todavía en vilo el estado de indecisión indefinida en que se mueven habitualmente las cosas de este país. Con lo sencillo que es hablar con claridad y decir, de una vez por todas, lo que parece evidente: esa construcción no se va a terminar ni, por tanto, jamás podrá entrar en funcionamiento, entre otros motivos porque es innecesaria.
       A lo mejor, alguna vez, las cosas se piensan bien, se inician con prontitud, se desarrollan con eficacia y sirven para algo en el momento adecuado. A lo mejor, alguna vez, un país que no anda sobrado de dinero precisamente se lo piensa dos veces antes de meterse en un gasto desaforado sin tener la seguridad de que la empresa va a llegar a buen fin y que el dinero será bien empleado. A lo mejor, alguna vez, termina la ridícula costumbre de regar el territorio nacional con edificaciones perfectamente inútiles.

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