Repertorio de ideas, catálogo de problemas
                                                                       
Si yo fuera más joven y tuviera otro ánimo acorde con esa circunstancia me entretendría en hacer un detallado recuento de todas las ideas que los candidatos van desgranando en sus comparecencias previas a las elecciones para, con todas ellas, reunidas, hacer una especie de gran fresco visual en el que se pudiera contemplar, de un solo vistazo, cual es el nivel de carencias y necesidades que encuentran quienes aspiran a dirigir la vida ciudadana durante los próximos cuatro años. A ojo de buen cubero calculo que la mitad de esas propuestas, más o menos, se vienen arrastrando, sin solución, desde hace ya muchos años, por lo que su reiterada aparición en programas y declaraciones tiene que suscitar, como ocurre, un natural escepticismo.
       Esa exposición de ideas nos permite obtener un retrato puntual de cómo ven la ciudad los candidatos en este momento concreto y la impresión global, por lo que vamos oyendo hasta ahora, viene a ratificar lo que la ciudadanía ha estado manifestando, de manera más o menos estentórea, durante los últimos tiempos, en abierta contradicción con la autocomplacencia con que la corporación cesante valora una gestión que, desde luego, ha estado muy lejos de ser satisfactoria o beneficiosa para el conjunto de la ciudad.
       En el repertorio de ideas que ahora brotan las hay de todos los colores, desde las que entran directamente en la utopia irrealizable hasta las que son, al menos desde mi óptica, tan ridículas como innecesarias, incluyendo en ellas las que tienen el necesario barniz del oportunismo populista que algunos piensan hace mella en la opinión pública. Sí hay una tendencia común, la de hacer propuestas ambiciosas, de alto calado, descuidando la atención debida a cuestiones domésticas muy simples, como la limpieza callejera, la regeneración de los maltratados parques y jardines, la eliminación de los absurdos e inútiles relojes-termómetros (ninguno funciona ya) o la reposición de rayas en el asfalto, inexistente ya en muchas calles.
       En esa problemática surge, de pronto, y sin previo aviso, la acción colectiva de los comerciantes locales, los de toda la vida, víctimas de una serie de circunstancias que las estructuras modernas han ido encadenando: las grandes superficies situadas en las afueras, la implantación masiva de franquicias de marcas de postín, la invasión del comercio chino para el que no hay límites ni horarios, sin olvidar el condicionamiento esencial, el estancamiento de una población que no consigue salir de unos límites muy reducidos, sin que se adivinen mejores perspectivas. No creo que ningún Ayuntamiento tenga la varita mágica que pueda resolver de un plumazo cuestiones tan complejas. Otro es el camino y pasa, necesariamente, por encontrar una fórmula que nos convenza a todos de la conveniencia de comprar en el comercio local, destacando sus ventajas, incluida la calidad de los productos frente a los detestables objetos que llenan las estanterías en esos bazares orientales que entre bromas  estamos ayudando a prosperar.
       No lo tienen fácil los comerciantes, pero es valiosa su actuación colectiva y merecen nuestra simpatía. Sólo hay cosa que no consigo entender. Aprovechando el lío, algunos piden a voces como remedio infalible que Carretería se vuelva a abrir al tráfico. ¿De verdad, alguien piensa que volver a llenar la calle de coches y expulsar de ella a los pacíficos transeúntes que van a pie servirá para vender más camisas, perfumes o calcetines? ¿Alguien cree que volver al pasado es mejor que avanzar hacia el futuro? Y el futuro es una ciudad sin coches. Aquí y en cualquier lugar civilizado.

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