El clamor de la tierra vacía 

        El recibimiento, la bienvenida, se encuentra en una imagen nocturna de la Alcarria de Cuenca, en las inmediaciones de Castillejo del Romeral. La penumbra permite apreciar la vía del tren, las luces de un ferrocarril que se aleja (¿o quizá se aproxima?), el pueblo al fondo, encaramado en una pequeña colina sin forma orlada de la iluminación de las viviendas del lugar, que se encienden rutinariamente cada noche, a impulsos de la técnica, con independencia de que allí vivan más o menos personas, que estén habitadas o vacías las casas familiares.
        La imagen elegida para abrir el recorrido quizá no es suficientemente expresiva acerca de lo que nos espera en esa exposición. Alma Tierra se titula y está formada por una colección de fotografías tomadas por José Manuel Navia que se acompañan, en un libro y en los paneles, por textos de Julio Llamazares y frases de otros autores. Todo gira en torno a la problemática de la España que se está vaciando, desertizando, deshumanizando quizá. Son las tierras de las dos Castillas, de Aragón, de buena parte de Andalucía, las que forman ese territorio extenso y disperso en el que, según las cuentas aproximadas que se hacen, vive solo el veinte por ciento de la población española, mientras que el otro ochenta por ciento se acumula en la periferia y en islotes interiores que, como Madrid, crecen imparablemente sin que ninguna mente inteligente sea capaz de tener las ideas necesarias para revertir el proceso o, al menos, para detenerlo en el punto en que ahora se encuentra.
        Pienso, mientras veo estas imágenes, que el problema puede estar en que esa realidad, que lo es, se está transformando en un recurso tópico al que se refieren, con una palabrería tan vacía como el propio territorio, quienes gustan de hablar hasta exprimir cualquier tema que la realidad ponga en el camino de su verborrea. Está de moda hablar de la España vaciada y proclamar a los cuatro vientos que es necesario poner remedio, como si la solución debieran aportarla otros y no ellos mismos. Ese es el problema, pienso, que todo se va a quedar en discursear sin llegar a profundizar en los matices de una realidad que impone ya su crudeza, no se si inevitable.
        Esas fotografías nos traen calles vacías de pueblos, tiendas que cerraron sus puertas, bares en los que no entra nadie, personas que proclaman su resistencia a abandonar, rostros duros curtidos por una sombra de tristeza, paisajes urbanos en los que ya no hay niños ni juegos, paradas que esperan un autobús que seguramente ya no va a pasar. Quieren ser, como dice Llamazares, “una elegía, un alegato contra la marginación de unos españoles por parte del resto y una llamada a la reflexión”. Reflexión, añado, que dura ya muchos años y que no parece conducirnos a ningún puerto razonable, porque mientras se habla y habla, quienes tienen en sus manos el poder de las decisiones siguen actuando como si aquí no pasara nada y no solo porque los bancos abandonan a toda prisa un mercado sin clientes sino porque incluso estamentos oficiales, como Renfe, estaba dispuesta a cerrar todas las ventanillas de venta de billetes en las escasísimas estaciones que aún se mantienen abiertas. Muy gordo debieron pensar en las alturas iba a ser eso y han obligado a la empresa del monopolio ferroviario a dar marcha atrás. Pero es solo un detalle indicador.
       Alma Tierra está en la Fundación Antonio Pérez hasta el 12 de abril, domingo de Resurrección. Merece la pena dar una vuelta por sus salas y embeberse de estos paisajes desolados de los que surge un clamor sin palabras.

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