Olvidadas viejas estaciones de tren
Durante siglo y medio, una sola línea de ferrocarril cruzó la provincia de Cuenca, enlazando los límites del este y el oeste, con la capital en medio. Durante gran parte de ese tiempo, el tren fue la única forma razonable que tuvieron muchos pueblos para comunicarse entre sí y con los extremos de la línea, donde están las grandes ciudades de Madrid y Valencia, pero también con Cuenca, su capital, el núcleo urbano que debería haber servido siempre de referencia aglutinadora para todos los pueblos de su provincia. En un momento de desdichada ceguera, que se puede documentar con fechas, nombres y apellidos, quienes están llamados a gestionar la vida pública atendiendo al bienestar colectivo decidieron que el tren es un elemento obsoleto, innecesario, dando preferencia a la carretera como sistema de comunicación y a las líneas de alta velocidad para viajar cómodamente entre lugares alejados. El llamado tren convencional, el de toda la vida, fue arrinconado, maltratado y sus estaciones cerradas. Para mantener ese tren, que la empresa ferroviaria, todavía en régimen de monopolio, quisiera eliminar por completo (numerosos intentos van ya) el gobierno formaliza cada año una declaración de interés público que la obliga a tenerlo en funcionamiento para atender las necesidades que aún siguen existiendo de un servicio que, de ofrecerlo en condiciones adecuadas, tendría considerable demanda.
Por la línea del ferrocarril que cruza la provincia de parte a parte se puede caminar tranquilamente en la seguridad de que pasarán muchas horas antes de que aparezca un renqueante convoy transportando unos cuantos pasajeros. Por supuesto, los mercancías, antaño abundantes, han desaparecido por completo. A través de los campos de la Alcarria y entre las breñas arriscadas de la Serranía, el tendido ferroviario es una sucesión de raíles y travesaños que van formando un cordón tecnológico cargado de melancolía, envuelto en los rumores pausados que el devenir del tiempo ha ido depositando entre campos de mieses, pinares elegantes o asombrosos barrancos perceptibles cuando se cruzan los poderosos viaductos que salvan la cuenca del Cabriel.
Y están también, naturalmente, las estaciones, un modelo de singular arquitectura, sobria pero a la vez muy atractiva, característica y por ello mismo inconfundible. Es suficiente con verla desde la distancia para saber que es una estación de tren. Fueron, además, punto de encuentro ciudadano. Las gentes iban hacia allí a la hora de paso de los trenes para verlos, tomar el aperitivo en la cafetería, charlar con el vecino, recibir la prensa que llegaba de Madrid, curiosear a quienes iban o venían, sentir el latido del mundo exterior, generalmente distante. En la política destructiva aplicada al ferrocarril, las estaciones de pueblos fueron igualmente presa fácil del abandono y la desidia. Muchas de ellas fueron cerradas a cal y canto; algunas entraron pronto en el imparable proceso que conduce a la ruina. A nadie se le ocurrió, como sí hicieron en las regiones del norte de España, utilizarlas, reconvertirlas, transformarlas en centros de ocio y cultura.
Ahora, la Diputación quiere hacerlo. Como extensión del encomiable programa que viene desarrollando desde hace unos años encaminado a la recuperación del patrimonio provincial, piensa aplicar, en este año ya, un plan destinado a poner a salvo algunas de las estaciones abandonadas, que una vez restauradas pueden tener alguna utilidad en el ámbito social al que pertenecen. Esas estaciones, pequeñas, recoletas, realmente bonitas y agradables, no tienen por qué desaparecer ni hundirse agobiadas por el peso de la historia. Alguna, como esta de Enguídanos que he elegido para que su imagen acompañe a las palabras, está ubicada en un paraje natural magnífico, en plena Serranía, rodeada de pinos y de belleza. Merece seguir viviendo. Ella y las demás que forman el rosario de bellas estaciones del maltratado ferrocarril de Cuenca.