Vivir en torno al libro
            Hablar del libro y de libros, de la lectura, del comercio librero y de la inquietud editorial, de lectores y de personas que proclaman, incluso con cierto orgullo, no haber leído un libro en su vida o en todo el año, de los sitios en que los libros se almacenan, sean librerías particulares o bibliotecas públicas, de quienes los escriben, los comentan, analizan y critican, es un ejercicio recurrente al que nos dedicamos periódicamente muchos ciudadanos, algunos, como yo, hasta acumular ya docenas de artículos, de manera que a estas alturas probablemente quedan pocas ideas originales que decir y sí muchos conceptos repetitivos. Y, sin embargo, como ocurre con cualquier adicción costumbrista, uno no puede soslayar la tentación de caer en ella y volver, una vez más, siempre, a intentar enlazar unas cuantas palabras en torno a ese objeto tan deseado como maltratado.
            Aunque en estas cuestiones siempre es arriesgado aventurar fechas concretas porque suele haber muchos hilos sueltos que parecen actuar como los efluvios de manantiales diversos que al cabo de unos metros se unen para dar forma a un río (el Júcar es un buen ejemplo), parece que podemos situar en 1935 la celebración de un primer Día del Libro, en el escenario del Instituto de Cuenca y por iniciativa de su director, Juan Giménez de Aguilar; de aquel brillante suceso, el profesor Honorio Cortés nos dejó una preciosa crónica, que se puede leer en las páginas de Heraldo de Cuenca.
Pero las celebraciones en torno al libro suelen estar marcadas por un hecho ambiental muy concreto: la calle, a la que deben salir volúmenes, vendedores, lectores, autores y también personas sin destino fijo, para formar la multicolor y variopinta muchedumbre de paseantes entre casetas, envueltos todos por el antiguo, ya inexistente, olor a tinta fresca, mientras las manos, generalmente inquietas, deslizan páginas y los ojos escudriñan solapas a la búsqueda del comentario eficaz que justifique la compra del libro acariciado. Podemos atribuir, con bastante seguridad, a Fidel Cardete, encargado entonces de la Biblioteca Pública del Estado, la iniciativa, en 1948, de sacar el libro a la calle, invitando a las librerías a montar unos artesanales tenderetes en Carretería.
            Las crónicas recogen un primer amago de Fiesta del Libro en el año 1957, con la presencia destacada de Gerardo Diego firmando ejemplares de sus obras, además de ofrecer una conferencia en el Instituto Alfonso VIII bajo el sugestivo título de “Cómo se hace un soneto”. Ahí están, en la foto de Luis Pascual que da fe de aquel suceso, el gran poeta cántabro (ya saben, el del hermoso poema dedicado al Júcar conquense), al lado del alcalde Jesús Moya mientras, detrás de ellos, el promotor de la visita, Federico Muelas, mira no se sabe bien hacia dónde.
            Vivimos estos días una nueva edición de algo que todos entendemos como Feria del Libro, aunque quienes la vienen organizando, en los últimos años, se empeñan en rebautizarla con añadidos espúrios, como si no fuera suficiente con la denominación genérica que el conjunto de ciudadanos entiende a la primera. Como se empeñan, igualmente, en llevarla de acá para allá, sin motivaciones suficientes, solo por dar satisfacción a vanidades personales que contradicen el principal valor de cualquier actividad, del tipo que sea: la continuidad sin interrupciones y la fijación en la memoria colectiva. Desde esa inseguridad institucional, ese permanente no saber qué hacer con los juguetes que tienen en sus manos, asistimos ahora a un nuevo invento, plagado de riesgos y por eso mismo más necesitado de atenciones, de cuidados, de cariños colectivos con los que compensar el riesgo evidente.
            Por ello, amable lector, si este domingo no tiene muchas cosas que hacer (y si las tiene también), vaya a dar un paseo por la Feria del Libro de Cuenca, instalada esta vez (y ojalá haya sido una buena idea), en la Plaza Mayor. Que, desde luego, es un muy digno escenario para acoger esta fiesta librera y libresca, más digno, desde luego, que el de servir como inmundo garaje, aparcamiento de coches, destino al que parece haber sido condenada sin piedad alguna.


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