La verdad siempre es reconfortante
En la vorágine en que estamos inmersos, sometidos a una lluvia incesante de declaraciones, noticias contradictorias, rumores, invenciones o directamente falsedades distribuidas de manera consciente y no por inocente descuido, donde tan difícil resulta en ocasiones discernir entre el trigo y la paja, es consolador encontrar un respiro, un punto de sosiego, un resquicio para la verdad. Personalmente lo he hallado en el mensaje que un amigo muy querido distribuyó hace unos días a través de una red social, quizá la única de las varias existentes en que sus integrantes lo hacen poniendo delante el nombre y el apellido, no el sucio anonimato que es habitual en las demás con el propósito deliberado de tener carta blanca para difundir toda clase de sandeces, descalificaciones e insultos.
Mi amigo ha hecho algo por lo común insólito. Tiene una enfermedad, afortunadamente ya en trance de superación, cuyo nombre suele aparecer disimulado entre eufemismos lingüisticos: larga, penosa, dolorosa y similares, para ocultar la denominación correcta y concreta: cáncer. Esa actitud colectiva, transmitida durante muchos años, ha servido para envolverla entre disimulos y ocultaciones, forzando a familiares, amigos y conocidos a utilizar una especie de lenguaje simbólico con el que transmitir insinuaciones o datos a medias con los que querer disimular el sentido exacto y las dificultades de lo que estaba sucediendo a la persona afectada. Como si el sufrido enfermo hubiera cometido un mal voluntario del que ahora estaba sufriendo las justas consecuencias por haber hecho algo indebido.
El cáncer existe, como la gripe, las anginas o la próstata y no hay motivo alguno para intentar ocultarlo, dejando que la rumorología corra a sus anchas. Tengo la impresión de que eso ya viene sucediendo desde hace un tiempo, aunque todavía con algunos reparos, por una especie de afección mal entendida con que el círculo familiar intenta proteger al enfermo, como si la ocultación de las palabras pudieran contribuir a su mejoría o curación. Por ello resulta muy reconfortante que esta persona, seguramente consciente de lo que podría estar sucediendo a su alrededor, haya salido al aire de la calle, por donde campa alegremente la libertad, para contar, con pelos y señales, en un envidiable estilo directo, exento de disimulos o adjetivos envolventes, la situación real en que se encuentra y las circunstancias precisas que se han desarrollado a lo largo de todo el proceso. Y esa actitud, además, nos ayuda enormemente a los demás, siempre indecisos sobre lo que es más conveniente hacer.
Se perfectamente que el arte del disimulo tiene numerosos adeptos. Desde tiempos remotos, los partidarios de envolver con circunloquios la verdad han sido abundantes y proliferan en los revueltos tiempos políticos y sociales que nos ha tocado vivir. Romper esa dinámica, asumir la verdad y contarla ha debido ser para mi amigo un ejercicio muy saludable, quizá tanto como lo ha sido para los receptores del mensaje en los que, de paso, interpreto por mi cuenta, ha producido un efecto balsámico a la vez que solidario, como cuando nos desprendemos de una pesada carga que nos impedía poder respirar a gusto. El artículo que aquí comento es una excelente pieza literaria surgida de la búsqueda de la verdad y de la necesidad de exponerla sinceramente, sin tapujos ni disimulos. Leerla ha sido una experiencia muy aleccionadora, estimulante, resplandeciente. Como siempre debería estar la verdad. Y, de paso, humaniza el siempre complejo y confuso tema de la salud y los hospitales.