El sosegado pasear por el Museo
Recuerdo perfectamente que cuando se inauguró el Museo de Arte Abstracto (cincuenta años se han cumplido ya) los conquenses de toda clase y condición, incluidos los que hasta ese momento no habían mostrado interés alguno por el mundo del arte en general, no solo presumían del invento recién aterrizado en la ciudad si tenían ocasión de recibir visitas del exterior, sino que ellos mismos (o sea, nosotros, todos) subíamos con frecuenta a recorrer esas salas admirables, sintiéndonos orgullosos, o cuando menos satisfechos, de poder contar con esa maravilla tan generosa como inesperadamente afincada aquí. Fue así como por pura y sencilla impregnación nos fuimos incorporando al mundo de la abstracción pictórica, del que probablemente la mayoría no tenía hasta entonces la menor idea, para sentirnos todos inmersos en aquel movimiento artística. Contando, todo hay que decirlo, con la ventaja de tener a mano, directamente, a no pocos de sus protagonistas. Ya quisiéramos que cuando vamos al Museo del Prado nos salieran al paso Goya o Velázquez para charlar un rato con nosotros. Aquí ocurría. Ir entonces a la parte alta de Cuenca era encontrar, ver y hablar con Fernando Zóbel, Gustavo Torner, Gerardo Rueda, Eusebio Sempere, José Guerrero, Antonio Saura, Bonifacio Alfonso y otros muchos que venían periódicamente y estaban por aquí, pululando entre las callejas de Cuenca, dejándose ver y, en cierta forma, admirar.
Aunque no con la frecuencia que antes lo hacía, yo sigo manteniendo el ritual de acudir periódicamente al Museo, por lo común con el pretexto de alguna nueva exposición temporal (ahora está la dedicada a Sempere: conviene no perderla) pero también, si a mano viene y está uno paseando por la parte alta, los pies se dirigen como al descuido hacia ese punto mágico en que una serie de voluntades pudieron confluir, casi como si intervinieran mágicas fuerzas telúricas, para transformar las hasta entonces desamparadas Casas Colgadas en el pequeño pero enorme Museo que, con sabiduría popular no elaborada, consideramos uno de los puntos esenciales de esta ciudad y, como suelen decir los que se dedican a la promoción política, punto de referencia ineludible cuando se habla de Cuenca.
No estoy seguro de que aquella afición inicial de los conquenses se haya mantenido estable, con el mismo entusiasmo asiduo de entonces, pero sí estoy seguro, totalmente, de que para los visitantes (cada vez me gusta menos la palabra turista, porque está acompañada de un molesto sentido peyorativo) el Museo de Arte Abstracto sigue siendo el lugar necesario al que ir, más allá del inevitable consumo de morteruelo o el recorrido por hoces y torcas, Ciudad Encantada incluida. Por eso no me sorprendió nada en mi última visita, hace unos días, encontrar numerosas personas paseando por sus salas e incluso haciendo comentarios acertados sobre este o aquel cuadro, en un ambiente de apacible recogimiento. En los grandes museos, las multitudes suelen ser muy molestos estorbos, pero en el nuestro eso no ocurre, por fortuna. La estructura, ciertamente original, como corresponde al antiguo caserón inicial, ayuda al paseo sosegado, la contemplación serena, el plácido sentir del tiempo sin prisas. Las obras, en las blancas paredes, alternando en ocasiones con los grandes ventanales que se asoman a la infinita belleza de la hoz, son compañeras muy expresivas de quienes caminan por las agradables salas. Y a mí, que ya voy siendo mayor, con más de una experiencia acumulada, me resulta muy estimulante ver que el tiempo, aunque pasa, inevitablemente, mantiene incólume algunas agradables costumbres. Solo me gustaría estar seguro de que los conquenses, en general, siguen disfrutando de ellas.