Una experiencia mística y visual con Bill Viola
      
Intento comprender lo que quiere transmitir Bill Viola, un nombre que, según dicen las crónicas, figura en la vanguardia de la creación artística y del que mi modesto bagaje cultural no tenía la menor noticia, hasta que surgió como una apuesta de calado para impulsar la actividad de esta ciudad, sobre todo en el resbaladizo terreno del turismo, considerado por la mayoría como la panacea capaz de resolver las incógnitas que el futuro nos plantea.
       Hago caso de lo que dicen los expertos aconsejando al espectador cual debe su posicionamiento personal ante las propuestas del artista: el propósito no es favorecer la contemplación en sí misma, sino transmitir conceptos, generar sensaciones, manifestar estados de ánimo. Para ello, se nos sumerge en un ambiente de total oscuridad, lo que lleva consigo incluso el riesgo de algún tropezón inesperado con los ocultos escalones antes de penetrar en el ámbito misterioso donde nos esperan imágenes y sonidos organizados de manera tal que crean un ambiente envolvente, sugerente, marcado por la austeridad: no hay sillas ni objeto alguno donde poder sentarse, de manera que es preciso permanecer estoicamente de pie durante los minutos que dura la visión del montaje videográfico, desplegado mediante la aplicación de un verdadero despliegue tecnológico.
      Por puro vicio profesional, alimentado durante décadas, no suelo hacer caso de las cifras relativas a espectadores o visitantes calculados a ojo de buen cubero y menos aún a las especulaciones que ofrecen las encuestas de orientación electoral, cuyos mecanismos de elaboración son tan dudosos como los datos que finalmente ofrecen. De manera que la cantinela sobre cuántas personas han ido ya a visitar la macroexposición “Via Mística” es un dato que me parece irrelevante. Más interesante sería recoger de alguna manera la impresión producida en los visitantes y si, en efecto, las expectativas suscitadas por los mecanismos de propaganda se corresponden con las impresiones verdaderamente recogidas.
      Se pretende, nos han dicho, “aprovechar todo el valor añadido que tiene la cultura para posicionar el papel de una ciudad especialmente preparada para ofertar una imagen de tradición y modernidad, reforzando su posición de ciudad cultural”. Y ello a través de una propuesta de contenido marcadamente espiritual, inspirado en la iconografía religiosa tradicional. Busco todo ello en el ambiente de estas salas, distribuidas por el casco antiguo de la ciudad; observo las imágenes, algunas bellísimas; me dejo envolver por el ritmo cadencioso que el artista ha impuesto a la sucesión de las escenas; admiro la elegancia de los actores, anónimos, que están dando vida y forma a recreaciones que pueden hacernos recordar momentos de intensidad religiosa; sigo como en una nube etérea la oscilación escenográfica de cuanto se va sucediendo en la pantalla, mientras el sonido, siempre amable, nunca estridente, acentúa estos momentos de aislamiento, como si fuera posible conseguir verdaderamente una traslación espiritual.
      El ánimo de una mente tradicional busca los resquicios necesarios para adaptar sus pensamientos a los criterios de modernidad que ofrecen las técnicas actuales. Rembrandt y Zurbarán están muy lejos. Esto es otra cosa. Se puede ver hasta el 24 de febrero. Si alguien todavía no lo ha hecho, merece la pena experimentar esta propuesta. Fuera, en la calle, queda la barahúnda habitual, entre zarajos y morteruelo.

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