Un parque temático solo para turistas
Si tuviera que elegir un tema, un asunto o cuestión que debería colocar en primer lugar en una lista de hechos fundamentales característicos del progreso humano y de importancia excepcional en nuestra época, pondría el turismo, forma tópica con la que en realidad calificamos algo mucho más profundo, la capacidad de viajar, el sistema para aplicar el sueño eterno de poder ir de un sitio a otro. Más allá de las invenciones tecnológicas, de la revolución signada por el acceso a la información, de los viajes espaciales y otros asuntos similares que cualquiera puede enumerar fácilmente, yo pondría (pongo ya), la capacidad casi ilimitada para poder ir libremente de un sitio a otro y eso incluye en el ámbito europeo un complemento que siempre me ha parecido una de las grandes conquistas de la libertad: la posibilidad de pasar de un país a otro sin tener que parar en las fronteras a cumplir el ridículo ritual que algunos todavía recordamos y que es preciso seguir efectuando cuando viajamos a lugares fuera de Europa, ceremonia que, aparte de perfectamente inútil es soberanamente ridícula.
No quiero extenderme aquí en remembranzas del pasado, en cosas que ocurrían en este país hasta no hace mucho y aún hoy quedan por ahí personas que prácticamente no se mueven de su terruño natal, convencidos de que fuera de él no van a encontrar nada que merezca la pena o que sirva para enseñarles algo valioso. Como es natural, en esto, como en todo, no es posible conseguir la unanimidad; cada cual es muy dueño de actuar según sus criterios, pero frente a esas actitudes cerriles, de vinculación ciega a lo propio, están los millones de jóvenes inquietos que han hecho del viajar una costumbre cotidiana; entre ambos grupos quedamos los adultos, los que procedemos de aquel tiempo en que viajar era algo excepcional, una fiesta que se preparaba cuidadosamente durante semanas y que agitaba nuestros espíritus esperando la llegada del momento destinado a vivir experiencias inauditas: el primer pasaporte, la primera vez que subí en un avión, la primera en que crucé una frontera, la primera que fui a Londres o a Paris, cuando crucé por primera vez el Atlántico, todo ello seguido de muchas primeras veces que ahora ya se amontonan una sobre otra formando un magma de emociones y vivencias.
El turismo, por usar el tópico asentado, o la capacidad para viajar, es, ya lo creo, una enorme conquista de la humanidad que solo se puede valorar en su totalidad si se piensa en lo contrario, esto es, en la imposibilidad de hacerlo, en la tremenda limitación personal que se impone a quienes se les impide hacer un ejercicio tan creativo y útil. Tanto se ha desarrollado que ahora hay lugares en que estudian la conveniencia de limitar los accesos, abrumados por la enorme cantidad de viajeros que llegan hasta ellos. Quizá es Venecia la ciudad que vive con mayor intensidad la presión de los visitantes, pero también está pasando en Barcelona y he encontrado igualmente pancartas de protesta en el casco antiguo de Valencia. Leo que en Benidorm no tienen ningún problema por más que las suyas sean las playas más saturadas de todo el Mediterráneo y explican que se han organizado tan bien que a pesar de la multitud es una ciudad perfectamente ordenada.
Para los demás, incluido un sitio como Cuenca, el problema es acertar a compatibilizar la afluencia de visitantes (aquí, cuantos más vengan, mejor: debe preocupar el reciente informe que habla de una disminución de pernoctaciones de un año para otro) con los derechos de los vecinos y eso es algo que aquí, desde luego, no está resuelto, ni mucho menos y, lo que es peor, no parece existir una voluntad expresa de buscar una solución que sirva para acomodar los intereses de unos y de otros. Hace ya muchos años, en uno de sus lúcidos informes sobre el urbanismo conquense, el profesor Troitiño señalaba ya el peligro de querer convertir el casco antiguo de Cuenca en un parque temático. Pues a eso, me parece, se van orientando algunas decisiones que se están tomando y que aparecen acompañadas de la sutil voluntad de dejar al barrio sin vecinos, como si estorbaran a la consecución de otros objetivos.