Nunca llueve a gusto de todos
El todopoderoso ser humano ha logrado extraordinarios avances desde que era el desnudo habitante muerto de frío en cuevas inhóspitas hasta conseguir llegar a donde estamos. En especial, es cosa de maravilla y asombro advertir los sorprendentes (algunos incluso parecen artificio de magia) resultados que se están consiguiendo en cuestiones tan delicadas como la medicina o la alimentación. El ingenio y la inteligencia que tantas veces se han utilizado para procurar maldades inauditas aplicadas en sentido contrario, esto es, en búsqueda del bienestar general, nos están asegurando el disfrute de un bienestar nunca antes conocido.
       Un solo aspecto, un solitario sector parece resistirse a la aparente capacidad infinita del género humano para llevar la investigación científica a un horizonte sin límites: no hay forma de controlar, ni siquiera actuar, para modificar o controlar el comportamiento arbitrario del clima. A lo más que se ha podido llegar es a la bondadosa intervención pública (televisiva, sobre todo) de unos especialistas llamados meteorólogos que intentan, con mejor voluntad que resultados advertirnos de lo que puede pasar en las próximas horas; algunos, en el colmo de la temeridad, llegan a extender su predicción hasta una o dos semanas adelante, sin querer admitir el hecho cierto de que eso es un ejercicio propio de pitonisas, no de científicos razonables.
        Porque lo cierto y constatable es que el conjunto de factores que intervienen en lo que genéricamente llamamos clima, esto es, el conjunto de variables atmosféricas que actúan en una zona geográfica concreta, resulta algo imprevisible e incontrolable. Nadie es capaz de hacer que los vientos, la lluvia, la temperatura o el oleaje del mar actúen como fuera deseable en cada momento sino que lo hacen a su gusto y, además, no en la forma deseable. Antiguamente (hasta hace poco, en realidad) pueblos inocentes y crédulos, como los españoles, encontraban consuelo sacando a la calle y los campos imágenes religiosas en devota procesión, generalmente en demanda de lluvia aunque en muchos casos, como en aquella película de Berlanga, sólo el monaguillo había tenido la precaución de llevar consigo el paraguas. Ahora ya, ni eso.
        Y, sin embargo, hay un clamor generalizado, que ocupa tertulias barriobajeras y sesudos debates, artículos (éste, por ejemplo), barras de los bares, conversaciones callejeras, en torno al desconcertante comportamiento del clima, responsable de haber tenido hasta ahora mismo temperaturas impropias de la época pero, sobre todo, de esta pertinaz, abrumadora sequía, que ha llevado ríos y embalses a unos niveles ínfimos, indicadores de una falta de salud generalizada en la naturaleza. Abruma, ciertamente, ver esos hilillos de agua desplazándose cansinamente, como el Júcar a su paso por Cuenca; esos cauces totalmente secos, como el del Huécar; esos embalses que dejan al descubierto tierras que deberían estar cubiertas, como ocurre en La Toba o en Buendía; esas docenas de fuentes, tan generosas siempre, de las que no es posible extraer ni una gota de agua por más que se las zarandee; y las tierras agrietadas en espera del maná celestial.
         El todopoderoso ser humano no consigue controlar los comportamientos del clima y probablemente no lo logrará nunca. Seguirá habiendo, como desde el comienzo de la historia del mundo, calamidades bíblicas que nos acongojarán a capricho de quien mueva los hilos de la naturaleza y sin que uno pueda entender por qué no llueve cuando hace falta o por qué no calienta el sol cuando se necesita.

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