Superviviente de un tiempo nostálgico
Creo que ya en alguna ocasión anterior me he referido al papel social y emblemático que representan algunas personas por su íntima vinculación con la ciudad en que viven, hasta el punto de poder ser identificadas como elementos del paisaje urbano, tan incardinados en él como lo puedan estar las farolas, los árboles callejeros o los semáforos. Naturalmente, y para que nadie piense mal, no pretendo en absoluto asimilar un ser humano a un poste luminoso, ni mucho menos. Me refiero solo a cómo la presencia de esas personas, su cotidianeidad permanente, consigue que se produzca una intercomunicación tan íntima con el ambiente que llegan a convertirse en parte indisoluble de ese entorno. Antonio Pérez, me parece, ha alcanzado ese grado de identificación con la ciudad en que vive, sobre todo con el casco antiguo, que es por donde deambula de manera constante, acompañado del reconocimiento vecinal.
Probablemente ya no queda por aquí nadie de aquella generación que le vio llegar por primera vez a Cuenca, hacia 1957, con su aire bohemio, su marchamo de militante del todavía clandestino PCE, las leyendas en torno a su actividad librera en el parisino Ruedo Ibérico, las mínimas referencias a una obra literaria apenas iniciada, con algunos intentos poéticos y su carpeta bien cubierta de anotaciones de contactos con gentes de las letras y las artes que había ido conociendo en su andadura europea, que había emprendido muy pronto desde su natal Sigüenza (era el menor de 12 hermanos) hacia los rumbos inciertos que la vida suele ofrecer, sobre todo antes. Desde esa llegada a Cuenca, hay nombres que se vinculan de manera íntima con el de Antonio Pérez, el de otro Antonio, Saura, en primer lugar, junto con Manolo Millares y Bonifacio Alfonso que se le unió después.
Uno menciona estos nombres, y otros más, y siente un estremecimiento. Se podía ir por la calle y encontrar en cualquier esquina a esos personajes y otros más: Fernando Zóbel, Gustavo Torner, Gerardo Rueda, José Guerrero, Eusebio Sempere, César González-Ruano, pululando por la ciudad con total normalidad, como formando parte de ella. En ese ambiente encontró Antonio Pérez el señuelo que habría de poner fin a su espíritu andariego para afincarse aquí de manera estable, en 1975. Traía dos contenedores cargados de libros y obras de arte que había ido recogiendo aquí y allí, encontró una casa en la calle de San Pedro y allí colocó sus tesoros. Lo demás, lo que vino después, creo yo es bien conocido, desde la creación de la colección Antojos hasta la difusión mundial de su divertidísima colección de objetos encontrados, pasando, naturalmente, por la instalación de la Fundación que lleva su nombre y que es, con total seguridad, una de las invenciones más felices que han surgido por estos horizontes.
Cumple veinte años la Fundación y ese es un buen acicate para volver a pasear distendidamente por pasillos y escaleras, sabiendo que siempre habrá una nueva sorpresa que encontrar, incluyendo entre ellas la necesaria mirada al paisaje de la hoz del Huécar, visible desde ventanas y miradores. Por fortuna, parece que en estos tiempos de cambios, algunos abruptos, hay garantías de continuidad para este curiosísimo invento arraigado en uno de los espolones más atrevidos de nuestro singular roquedo y que en él la figura de Antonio Pérez seguirá ejerciendo su particular reinado, entre el respeto de unos y el cariño de sus convencidos de la parte alta. Todo ello con las reservas habituales lógicas y naturales de quienes no están de acuerdo, porque si en este mundo no hubiera envidiosos y celosos, no sería este mundo, sino otro diferente.