Como regalo caído del cielo
Este es un caso típico merecedor de que se le apliquen las teorías sobre el vaso medio lleno o el vaso medio vacío. Que alguien de incontestable relieve mundial, un coleccionista de considerable prestigio, ejecute el filantrópico ejercicio de ceder sus bienes artísticos a dos pequeñas ciudades del interior castellano, es un gesto verdaderamente notable, digno de todos los parabienes. En el limitado conocimiento que uno tiene, nombres como Solomon Guggenheim, Calouste Gulbenkian, Juan March, Roman Abromovich, Hans Rasmus Astrup, Hans Heinrich von Thyssen (y su viuda y continuadora, Tita Cervera) y, por supuesto, también Roberto Polo, junto con otros no menos notables, formaban una especie de limbo estratosférico inalcanzable para los mortales de a pie que, como mucho, encontramos en raras ocasiones algún dinerillo para comprar obra de algún artista de la tierra. Más he aquí que de pronto, como quien no quiere la cosa, uno de esos coleccionistas nos hace llover, como del cielo, un inmenso caudal de beneficios en forma de obras de arte.
      La historia de estos días nos hace recordar, necesariamente, aquella otra fecha, cincuenta años se han cumplido ya, en que otro singular filántropo, Fernando Zóbel, buscaba un sitio adecuado para exponer su colección personal, inteligentemente formada con adquisiciones entre los miembros de su generación, los artistas abstractos españoles de la posguerra. En Cuenca encontró el sitio adecuado, como se ha contado en multitud de ocasiones y no voy a repetir ahora. Saltando sobre el tiempo y las circunstancias, se repite ahora aquel suceso y varios miles de obras de arte están preparándose para aterrizar en Cuenca y en Toledo, a partes iguales. Roberto Polo (La Habana, 1951), ha formado una colección que alcanza más de siete mil ejemplares pertenecientes en su inmensa mayoría a artistas del norte y centro de Europa y de Estados Unidos, muy escasamente representados en los museos españoles, lo que aventura ya de entrada a esta generosa cesión un porvenir de enormes posibilidades. Para Cuenca esto es como el maná que nos cae del cielo; me sorprende agradablemente que hasta ahora nadie ha dicho las habituales sandeces, oídas en ocasiones similares, de menos museos y más industrias. El turismo y la cultura, aunque algunos no lo entienden así, también es una industria y muy rentable, por cierto.
      La noticia, que nos ha pillado a casi todos de sopetón, suscita, tras el primer impacto positivo (el vaso está medio lleno) una considerable preocupación, al conocer el sitio elegido para instalar una colección que pretende exponer simultáneamente 500 ejemplares, de forma rotatoria anual, en cada una de las sedes. Si las cosas se hicieran con tranquilidad y visión de futuro, se construiría un museo de nueva planta, amplio, moderno, bien dotado, inteligentemente distribuido, con todos los medios técnicos imaginables. Como hay prisas se echa una mirada en derredor a ver qué hay disponible y la atención recae en el único edificio que, aparentemente, ofrece unas amplitudes suficientes, el Archivo Histórico provincial (antigua sede del tribunal de la Inquisición) y que, además, reúne el que parece ser requisito indispensable: estar en el casco antiguo de Cuenca. Estoy seguro de que los promotores de esta decisión tiene conciencia (aunque quizá no lo valoran suficientemente) de los considerables problemas que ese inmueble lleva consigo, lo que exigirá una inversión tan voluminosa que no quiero ni pensar en los millones que habrá que poner en juego y en el tiempo necesario para ejecutar una obra de tal naturaleza. Y parece que tampoco hay especiales preocupaciones por el hecho de que, previamente, hay que buscar otro espacio en que se pueda acomodar el Archivo Histórico provincial, tan abruptamente desplazado de su lugar actual.

       Comprendo perfectamente que el envite planteado no es nada fácil de resolver; el pesimismo puede hacernos considerar que así el vaso queda medio vacío, pero conviene que no surja el desánimo, sino las ideas positivas y la imaginación creadora. Aunque parezca que en el casco antiguo de Cuenca no queda sitio ya para meter un alfiler más, menos un museo entero, y muy voluminoso además, a lo mejor dirigiendo la mirada a todos los rincones posibles se encuentra alguna otra posibilidad diferente a la que inicialmente se ha elegido, quizá por la premura de tener que hacer un anuncio público. Pero, a lo mejor, pensando y buscando, aparece otra opción más asumible.

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