La difícil protección del patrimonio cultural 

Vivimos en un mundo contradictorio. No estoy descubriendo nada nuevo, porque este es un pensamiento, o al menos una frase, que ha generado multitud de comentarios, algunos ciertamente sesudos como corresponde a quienes se dedican a razonar filosóficamente sobre las circunstancias de nuestra época; por supuesto, con mucha mayor profundidad que en un sencillo artículo periodístico. Encontramos numerosos ejemplos que pueden avalar estos hechos; uno de ellos, reciente, es el que me da pie para este comentario.
       Hace unos días, en un ambiente ciertamente expectante, Vicente Malabia explicaba ante una audiencia atenta e interesada, las circunstancias, casuales o movidas por el destino, según los gustos de cada cual, que le llevaron, hace ahora 30 años, a encontrar, o sea, descubrir, las pinturas rupestres situadas en uno de los parajes más recónditos y abruptos de las hoces del Cabriel, en la rambla de Vicente. Algunos ya conocíamos esa historia contada con una cercana viva voz por quien entonces era párroco de Minglanilla, en cuyo término municipal se encuentran los abrigos preparados por seres prehistóricos, hace unos diez mil años, más o menos. Relatada en público, mediante un discurso bien estructurado, con todos los datos y detalles, la historia alcanza otros matices, trasciende del relato amistoso y se transforma en la crónica de un acontecimiento de relieve.
        Hasta aquí los hechos que forman la conferencia ofrecida hace unos días en la sede de la Academia. Pero hay más, el estrambote de unas palabras que, en buena medida, había sido insinuado previamente pero que surge al final, ya sin tapujos ni matices provocando en los oyentes las dudas que aquí quiero interpretar. Porque nuestro mundo, como afirmo al principio, es víctima de sus propias contradicciones. Nos envolvemos todos, en especial quienes viven del ejercicio de la política, en floridos discursos sobre la libertad, la difusión del conocimiento, la adquisición sin límites de todas las capacidades posibles, la necesidad de eliminar fronteras que obstaculicen el acceso general a las fuentes de la sabiduría y los saberes. Libertad, bendita palabra. Y, sin embargo, junto a ese principio, que seguramente podríamos compartir sin matices todos (o casi todos) nosotros, aparece la sombra terrible de la irresponsabilidad, el peligro de que cualquier incontrolado destruya lo que teóricamente es una propiedad colectiva. Las pinturas de Altamira ya solo se pueden ver por un reducidísimo número de personas mientras el resto debe conformarse con ver una réplica. No es el único caso: hay otros más. En Villar del Humo, los abrigos están protegidos por rejas que impiden la llegada de los seres humanos hasta la misma roca, en la que se aprecian con nitidez los destrozos producidos durante los años previos a esa protección. Las de Minglanilla aún están al aire libre, pero cuentan con una singular cautela, la que impone el propio paraje, arriscado, salvaje, impenetrable, apto para muy pocos.
        Las pinturas rupestres de la rambla de Vicente deberían estar al alcance de cualquiera. Eso dice la utopía. La realidad es que si lo fueran, la inagotable capacidad del ser humano para hacer daño produciría en ellas un mal irreversible. Terrible dilema. El hombre es bueno por definición o malo por naturaleza. Malabia proclama sentir miedo por no estar seguro de qué puede ocurrir en cualquier momento. Es un sentimiento compartido. Qué pena.


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