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Antonio Hernández. Ilustraciones de María Teresa Recuendo

Murcia, 2013. Pictografía Ediciones, 141 pp.

El nombre de Emily Dickinson figura en el título de este libro en el que Antonio Hernández ofrece un bien nutrido repertorio de artículos diversos en los que ha ido recogiendo sus pensamientos filosóficos pero en los que también se introducen no pocas observaciones de tipo personal que enriquecen, unos y otros, el contenido de un volumen ciertamente atractivo y nada comercial.

            El mundo de la literatura (el mundo, en general) ofrece un catálogo, más nutrido de lo que comúnmente pueda parecer, de personajes curiosos, interesantes, estrambóticos o desconcertantes, que a estos efectos pueden considerarse como sinónimos con los que representar a quienes se salen de la línea establecida a la que nos sujetamos todos los demás. Emily Dickinson fue mujer de carácter inusual para su época, que desafió la religión, la moral y las convenciones, sin por ello dejar de ser la mejor y más devota de las hijas. Tuvo una vida dedicada a la escritura, a pesar de publicar muy pocos poemas en vida, ya que su poesía solo alcanzó fama tras su muerte en 1886. Tras una breve etapa inicial, en la que mantuvo relaciones sociales en su ambiente e incluso pareció inclinada al matrimonio, el resto de su vida discurrió  siempre recluida en la casa familiar de Amherst (Massachusetts), comunicándose solo con su familia. Fue, por tanto, una escritora realmente singular, ajena por completo a los convencionalismos y los rituales del mundo literario, en cuyos fastos externos no participó jamás ni tuvo el menor interés por la publicidad o la fama.

            Durante casi un siglo, Emily Dickinson (1830-1886) fue una figura absolutamente marginal, apenas reconocida en los círculos intelectuales de su país y, desde luego, por completo desconocida en otras culturas, entre ellas la española, donde las referencias a la poetisa americana son prácticamente inexistentes salvo las habituales en los muy entendidos o en círculos minoritarios (Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, la conocía perfectamente), en los que de manera sosegada se ha ido asentando el culto a una escritora que, sin embargo, es de cómoda y fácil lectura, además de prestarse a generosas interpretaciones que han hecho posible su recuperación moderna, en una especie de puesta a punto de la cultura nacional para acompasarse al ritmo de los tiempos.

            Una figura tan atrayente, envuelta en una especie de aura misteriosa, sirve de pretexto, de hilo conductor, al profesor y filósofo Antonio Hernández para enhebrar una serie de artículos sueltos, dispersos en distintos ámbitos y con diferentes motivos, pero estructurados todos ellos en torno a la enorme capacidad de análisis que el autor ha demostrado siempre en sus intentos de ofrecer interpretaciones sobre la complejidad del alma humana, siguiendo los trazos marcados por quienes son sus referencias esenciales en el ámbito del pensamiento pero también sus preocupaciones sociales, de manera esencial las vinculadas con el mundo de la educación, en el que estuvo implicado como profesor de la Escuela Universitaria del Profesorado de Cuenca. A lo largo de estas páginas encontramos referencias de su actividad pasada, de los años vividos en París y también de sus autores preferidos, para ir construyendo, con fragmentos de observaciones y pensamientos, un jardín personal que sitúa bajo el paraguas protector de Emily Dickinson, esta mujer extraña, “solitaria pero atenta a todo lo que ocurre a su alrededor”, incluyendo los acontecimientos externos de los que se muestra aparentemente alejada en su aislamiento interior, a lo que Antonio Hernández añade la audaz observación de verla “como el pensador que se esconde en todo poeta, la ecuación Dicther-Denker, que arranca sobre todo de Hölderlin y que teorizó Martin Heidegger”, poniendo así en relación directa a los filósofos alemanes, tan del gusto de Antonio Hernández, “como si el jardín de Emily Dickinson restableciera las mañanas soñadas de aquel primer jardín del que nos expulsaron”.

            El libro, denso de contenido y exigente en su lectura, se aligera con la serie de dibujos deliciosos de María Teresa Recuenco que más allá de servir como ilustraciones de las palabras alcanzan expresividad propia para dar forma a un encantador mosaico de imágenes tan sugerentes como subyugantes.

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