La Plaza Mayor, un espacio emblemático
Todo lugar que se precie tiene una Plaza Mayor. Más aún, todo pueblo necesita que exista un espacio, naturalmente céntrico, que sea y ejerza las funciones de plaza mayor, a la que todo en la vida ciudadana debe hacer referencia cotidiana. He dicho céntrico y con eso no quiero asegurar que sea, necesariamente, el geométrico punto central del casco urbano, aunque posiblemente lo fuera en su momento original; caben también las plazas mayores ligeramente desviadas, bien por necesidad en el momento de definirla o porque la edificación luego, a lo largo de los siglos, ha ido evolucionando en otras direcciones. Lo que importa de una Plaza Mayor es su sentido último como núcleo básico en que se apoya toda la estructura social y administrativa (en muchos casos, también religiosa) de ese lugar al que me estoy refiriendo en abstracto, sea ciudad o pueblo, e incluso aldea.
Algunos teóricos de cuestiones urbanísticas quieren encontrar una remota referencia en el concepto de foro o ágora heredado de la cultura clásica greco-latina pero basta con profundizar un poco en los matices de ambas entidades para comprender pronto que no existe una relación directa entre ellas. De hecho la plaza urbana es una aportación que surge en la Edad Media europea y que no tiene relación ni paralelismo con otras realidades culturales; pensemos, por ejemplo, en el mundo islámico, o en el oriental que organizan sus actividades sociales a través de otras formaciones urbanísticas, pero no conceden valor a una plaza en el sentido que alcanzaría en occidente, donde hay ejemplos verdaderamente muy notables.
Dentro de ese ámbito, el nuestro, el de la vapuleada y siempre confusa Europa, hubo un espacio geográfico concreto, llamado España, en el que la plaza mayor alcanzó una personalidad propia muy definida por algunos matices que contribuyeron a fijar determinadas características: un espacio rectangular, casi siempre porticado, con el Ayuntamiento en un punto visible y destacado, rodeado de viviendas familiares con amplias balconadas hacia la plaza, donde se desarrollaban los mercados semanales, las fiestas populares, los actos cívicos, las proclamaciones de bandos municipales o decisiones reales.
Dicen los entendidos en estas cuestiones que el primer ejemplo conocido es el de la Plaza Mayor de Valladolid, trazada por Francisco de Salamanca en los años 1561 y 1562, pero los casos emblemáticos son, desde luego, las de Salamanca y Madrid. En otros sitios han sido menos cuidadosos, de manera que en el recorrido por la provincia de Cuenca pueden encontrarse muy pocas Plazas Mayores que puedan figuran en un catálogo antológico. De todas ellas, la más desgraciada es la de la propia capital provincial, sobre la que, a su difícil trazado inicial, vienen cayendo todas las calamidades imaginables hasta convertirla en el esperpento que hoy es, sin que sepamos si es realmente una plaza, una calle o un aparcamiento de coches. Lástima: si se la hubieran encargado al conquense Juan Gómez de Mora, artífice de la Plaza Mayor de Madrid, a lo mejor hubiera encontrado una solución razonable.
En otros sitios han tenido más suerte (o han sido más cuidadosos) y aunque en la mayoría de los casos han desaparecido los soportales y en casi todos el poderoso señor de nuestro tiempo, el automóvil, se ha apoderado de todo el espacio posible, aún puede la vista enriquecer sus impresiones contemplando algún amable espectáculo, como el de Villanueva de la Jara, sin duda la mejor de todas, con su regular trazado enriquecido con tan valiosos elementos arquitectónicos como son el Ayuntamiento, el Pósito, la torre del reloj que hace ángulo entre ellos, el arco de acceso al interior de la población, la muy atractiva Posada Masó o la original y bellísima Villa Enriqueta. Un placer, siempre, estar en la Plaza Mayor de Villanueva de la Jara. Y una envidia, porque deberíamos tener más como ellas pero la desidia de varias generaciones de gentes despreocupadas lo impiden.