Miré los muros de la patria mía
Para mi gusto, la imagen que proporcionan castillos, murallas, torreones y similares forma parte del repertorio más vistoso, a la vez que entrañable y nostálgico de cuantas se pueden encontrar en cualquier ruta viajera por la que uno transite en un momento determinado. En provincias como la nuestra, que fue tierra de frontera durante siglos (y no solo entre musulmanes y cristianos, sino también entre las diversas banderías señoriales del interior) es lógico que exista una fecunda dotación de elementos fortificados y, en efecto, los hay. Ahora toca efectuar el conocido y repetido lamento: por desgracia, la inmensa mayoría se encuentra en condiciones lamentables de conservación y ese es un reproche que debemos atribuir, a toro pasado, a las generaciones precedentes, muy poco cuidadosas con la riqueza patrimonial que tenían a su alcance.
Dos de esos castillos ofrecen un aspecto impecable, gracias a oportunas intervenciones, una pública, otra privada, llevadas a cabo ya en tiempos modernos. La primera joya recuperada fue la de Alarcón, adaptada como es sabido para parador nacional de turismo, funcionalidad que viene desarrollando con notable aceptación. La otra es la de Belmonte, que finalmente ha podido superar una larga etapa de indecisiones y sobresaltos para poder ser utilizado con fines igualmente turísticos y gastronómicos en lo que parece ser también una afortunada intervención, en este caso de sus propietarios.
Hay otros castillos, de menor entidad (Enguídanos, Paracuellos, Torralba) en los que por lo menos se han efectuado labores de consolidación de muros y limpieza que permiten apreciarlos de un modo general, integrándose de forma natural en el entorno paisajístico al que pertenecen. Y luego quedan todos los demás, en triste situación de abandono, viendo cómo de manera progresiva van perdiendo fragmentos de la construcción mientras avanza imparable, incontenible, un lento proceso que habrá de conducirlos a su definitiva desaparición. Si alguien, el destino o los seres humanos, no lo remedia.
No son pocos los ejemplos que se pueden citar; entre ellos, por elegir uno en el que poner la mirada directa con un comentario que puede ser aplicable a otros muchos, señalo con el dedo y la letra al de Puebla de Almenara, quizá porque es de los menos conocidos (o, al menos, eso me parece) porque no se encuentra al lado de una carretera ni del propio pueblo, sino que hay que hacer una pequeña excursión para ir a verlo. Está situado en un espolón rocoso de la Sierra Jarameña y a diferencia de otros muchos con un soporte musulmán en sus orígenes, este fue obra directa de los cristianos, llevada a cabo por la Orden de Santiago para defender su territorio, a pesar de que el pueblo no estaba incluido en él. De esa manera, entre finales del siglo XII y comienzos del XIII se alzó la imponente fortaleza sobre la que existe una detalladísima descripción en las Relaciones Topográficas de Felipe II. En esa época, ya había sido reconstruida por el marqués de Villena dándole un aspecto más palaciego que militar. Y después, el abandono, el desmantelamiento, la ruina. Ahora se mantiene en pie todavía buena parte de la estructura exterior (muros y torres) e incluso en el interior aún pueden reconocerse algunas zonas, como el salón principal y las caballerizas.
El castillo de Puebla de Almenara es uno de los que la asociación Hispania Nostra viene incluyendo anualmente en la lista de edificios monumentales en peligro de ruina por su inexistente conservación. En 1984, apenas iniciada la recuperación de la democracia, la Junta de Comunidades lo incluyó entre sus previsiones de actuación pero nada se hizo y tampoco aparece en los planes actuales de la Diputación. Es como si todo el mundo hubiera arrojado la toalla, para hacer buenos los versos de Quevedo:
Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía.