Un tiempo irrepetible
En el ámbito cotidiano, casi familiar, casi doméstico, de la Plaza Mayor de Cuenca, se ha producido un cambio, aparentemente sin especial trascendencia, algo que encaja en la normalidad corriente de la vida comercial de una ciudad, en la que con notable frecuencia se producen modificaciones: donde había un comercio de tejidos aparece a la semana siguiente un bazar chino, donde estuvo una droguería aparece un bar. Estamos acostumbrados a ese trasiego, a cómo se baja un letrero situado en el frontispicio del local y en su lugar aparece otro bien diferente; a los cuatro días, ya nadie recuerda lo anterior, ni siquiera quiénes habían estado detrás del mostrador.
Pero en la Plaza Mayor de Cuenca (en la Anteplaza, para decirlo con precisión) no se ha producido un simple, rutinario cambio comercial, sino algo más, una pérdida, con todo lo que eso significa, porque de ese territorio que antes he llamado familiar, casi doméstico, ha desaparecido una de sus imágenes visuales definitorias y, a la vez, uno de los personajes más característicos de ese entorno. Quizá la palabra “desaparecer” suene a algo más doloroso de lo que realmente es. No, Segundo Santos sigue existiendo e incluso trabajando; lo que se pierde es su establecimiento, la tienda situada en el extraordinario, vistoso espolón que separa por un lado la subida hacia Mangana, por otro el descenso a través de Alfonso VIII. En ese rincón absolutamente singular, estéticamente admirable, muy representativo de las esencias urbanísticas de esta ciudad, de su ambiente entre coqueto y fantasmagórico, Santos montó el escaparate en el que poder mostrar a propios y extraños (más a estos últimos que a aquellos) lo que estaba haciendo desde el día en que descubrió las posibilidades de elaborar arte a través del papel y puso en marcha una de las iniciativas más personales, imaginativas y sugerentes que han tomado forma entre nosotros.
De aquello han pasado más de treinta años. Suficientes para que el cuerpo se canse y el espíritu decaiga, situaciones que nos acongojan a todos los seres humanos a medida que va avanzando en nosotros ese concepto polisémico que es el tiempo, sobre el que tantos discursos, tantos libros, se han formulado ya. Cuando Santos descubrió la artesanía del papel elaborado a mano utilizando elementos naturales y aprendió la forma de adaptarlo y transformarlo puso en marcha un extraordinario mecanismo creativo que ha dado lugar a un maravilloso mundo de formas, utilitarias unas (cajas, cajitas, lámparas, relojes, botelleros), decorativas otras, y entre ellas, pliegos susceptibles de ser impresos en forma de libros únicos, excepcionales, auténticas joyas de la bibliofilia. Todo eso era posible encontrarlo a pie de calle, en el paseo intrascendente por los vericuetos de la Plaza Mayor de Cuenca y sus aledaños. El artesano cierra su tienda y así desaparece ese fundamental punto de referencia. Seguirá trabajando en su taller, en la calle Caballeros y allí será posible seguir encontrando los preciosos objetos que salen de sus manos.
Recordamos cómo eran las cosas antes, las suyas y las mías, sin excesivo sentimiento de nostalgia, asumiendo con fatalismo lo que el cambio de costumbres ha traído consigo. Aquel fue un tiempo irrepetible, dice. Como todos los tiempos, añado yo. Pero asumir ese hecho inevitable no impide pensar que se ha producido un deterioro ambiental considerable. Los turistas ya no tienen interés por comprar cerámica de alta calidad, ni les interesan demasiado esos delicados objetos de papel endurecido con delicados toques de helechos ni nadie va por la calle llevando en las manos un libro de viajes que hable de la ciudad en que está. En la tienda de Santos ahora se vende coca-cola, los objetos domésticos se compran en Ikea y los libros se sustituyen por el ilegible plano que regalan los organismos turísticos en las oficinas del ramo. La Plaza Mayor ya no es lo que era, aunque Adrián Navarro y su hijo Rubén aún resisten defendiendo una posición donde anidan la calidad y la elegancia. No son buenos tiempos para ambas cosas. Basta con echar un vistazo al ambiente de ese escenario y ver lo que hay para comprender que nada tiene ya que ver con lo que hubo, y no solo por el paso natural del tiempo, sino porque se ha producido una transformación esencial, profunda, que se ha llevado consigo valores que tuvieron un significado ahora perdido. La banalización, la vulgarización campa alegremente y ello, con toda seguridad, ya no tiene remedio.