La gallina de los huevos de oro
Todo el mundo parece contento y satisfecho. Incluso los que salen de Cuenca (cada vez más) huyendo de la que se avecina, cuando regresan se muestran igualmente encantados de que la ciudad haya estado hasta la bandera. Es como si, de manera inconsciente, todos compartiéramos una especie de relajamiento colectivo por haber superado aquél tópico, acuñado en un momento infausto y luego prolongado en el tiempo, que nos condenaba a la inexistencia, al desconocimiento, al aislamiento. Ya nadie se pregunta si Cuenca existe; al contrario, cada vez son más los que vienen y la conocen. Eso, sin duda, contribuye a que se puedan superar algunos traumas sociales alimentados por quienes disfrutan lloriqueando por lo mal que nos tratan. Por lo menos en esto del turismo, las cosas no van muy mal.
El turismo de masas es un fenómeno todavía reciente, de apenas unas decenas de años. Prácticamente, quienes ahora vivimos somos contemporáneos de él. Hasta no hace mucho tiempo, viajar, salir de vacaciones, era una experiencia muy limitada a escasas familias y con unos destinos muy concretos en fechas también señaladas. Ese esquema se ha roto por completo y ahora la experiencia viajera está prácticamente al alcance de todo el mundo, con las conocidas excepciones de quienes dicen que para qué ir a otro sitio con lo bien que se está donde uno vive. Por supuesto, sigue habiendo momentos muy señalados en el calendario, incluida la Semana Santa que acabamos de vivir, pero todo el año registra un trajín constante de quienes van y vienen a los más insospechados lugares. La difusión de sistemas de uso personal, con el automóvil en cabeza de la clasificación o de medios colectivos ya tan extendidos como el avión o el ferrocarril contribuye de manera decisiva a esa proliferación de viajeros.
La contrapartida es la masificación, con las naturales molestias que lleva consigo. En un planteamiento ideal, el viajero aspira a encontrar sosiego, calma, posibilidades de disfrutar de la estancia en el lugar elegido y se siente lógicamente incómodo cuando encuentra lo contrario. Hay ciudades, ya totalmente agobiadas, que se plantean limitar el acceso a su interior a un número concreto de personas, como está pasando en la angustiada Venecia o pretenden impedir la implantación de más hoteles y restaurantes en un espacio concreto, como estudian en Barcelona, acciones que de inmediato provocan el clamoreo de quienes proclaman la importancia de la libertad, principio sacrosanto e intocable en una sociedad de consumo.
Quienes han invadido por completo nuestra ciudad en estos días recién pasados de Semana Santa han encontrado todas las molestias imaginables y algunas más inesperadas. Es evidente que la ciudad, como todas, tiene unos límites físicos, una capacidad limitada de coches y personas, que no se pueden estirar más allá de lo que es. Si a ello se añade la interrupción motivada por el paso constante de procesiones, la dificultad se incrementa. Probablemente la mayoría de los visitantes sabe lo que les espera, desde la imposibilidad de aparcar fácilmente hasta la dificultad de encontrar un hueco para comer por no hablar de los que debieron buscar alojamiento en lugares algo alejados de la ciudad, pero también hay otros que se vieron sorprendidos por una situación en algunos momentos desmadrada. Son los que se han ido asegurando no volver nunca más. Al menos, en Semana Santa.
Un fatalista diría que así son las cosas y así hay que asumirlas, acostumbrándose a ellas. Un optimista invitaría a los responsables de la gestión turística a buscar remedio razonable para ordenar lo que ahora es un caos incontrolado. La realidad no nos anima a creer que alguien, en algún sitio, tenga respuestas al problema, porque para ello primero haría falta tener claro el concepto de ciudad que se quiere para quienes aquí vivimos con una prolongación necesaria hacia cómo recibir y tratar a quienes nos visitan. La ausencia de cualquier idea sólida sobre ese concepto de ciudad condiciona todo lo demás. Pero mientras, quienes estos días han hecho su agosto están encantados. La gallina de los huevos de oro ha producido sin parar. Y eso, el presente inmediato, parece ser lo único importante. Lo otro, atascos, saturación, aglomeraciones, suciedad, molestias, agobios, eso no interesa ni hay por qué pensar en ello.