De monumentos, cenizas y fantasmas animados
Como viene siendo costumbre desde hace algunos años, estos días sale a la Plaza de España la venta artesanal de flores funerarias, mercadillo improvisado con el que hortelanos diversos compiten con los comercios establecidos de manera permanente, en el natural afán de acudir a compartir algo de la sustanciosa tarta que genera la industria de la muerte, a la que con tanta devoción se rinde culto en el ámbito cristiano. No solo aquí, desde luego, pero sí entre nosotros con especial delectación. Otras culturas lo tienen mucho más claro, recurriendo directamente al fuego para eliminar cualquier rastro del difunto y, por supuesto, sin dejar tras sí la herencia, a veces molesta, siempre onerosa, de una tumba a la que acudir periódicamente a cuidar y dejar esas flores que ahora se ponen generosamente a la venta.
No es un privilegio exclusivamente cristiano, pero sí abunda más entre nosotros ese permanente culto a los muertos que se plasma en la construcción de enormes mausoleos. De hecho, el que probablemente es el más hermoso monumento funerario existente en el mundo corresponde a otra religión, el Taj Mahal, que el sultán mandó construir para cubrir con tan bellísima arquitectura la tumba de su amada Arjumand, muerta en plena juventud al dar a luz su decimocuarto hijo. En esa misma línea de grandiosidad se alinean las pirámides egipcias, que tanto entretenimiento y ocupación vienen prestando tanto a los arqueólogos profesionales como a los saqueadores de tumbas, empeñados unos y otros (por muy distintos motivos, como es natural) en encontrar los más escondidos vericuetos de tan artificiosos recintos. Sin alcanzar estos niveles de grandiosa monumentalidad, nosotros disponemos de un enorme mausoleo colectivo, el reservado para los reyes de España en el seno del monasterio de El Escorial y aquí mismo, a un paso, en la catedral de Cuenca, junto a multitud de enterramientos anónimos cuyas lápidas han sido borradas por el paso de miles de pies a lo largo de los siglos, existen dos monumentales capillas, ahora en la plenitud de su admirable belleza, la de los Caballeros, destinada a acoger los sepulcros de la familia Albornoz y la del Espíritu Santo, residencia definitiva de los Hurtado de Mendoza, sin olvidar que el bellísimo Transparente es también el espacio de acogida para los restos de san Julián.
El afán por ofrecer residencia permanente a quienes se ven obligados a emprender el camino definitivo hacia ese lugar del que nunca se regresa ha obligado a habilitar espacios adecuados, dando origen a la formación de auténticas ciudades de los muertos, cada vez más extensas, con sepulturas generalmente discretas, como corresponde al común de los mortales, pero también con otras suntuosas con las que familias poderosas quieren dejar constancia bien visible de ese poderío, en una prolongación fatua de la humana vanidad, cuando el protagonista, realmente, ya no la necesita ni puede disfrutar de ella. Entre esos monumentos funerarios, visibles en el cementerio de Cuenca, hay algunas obras de arte pero la mayoría, sinceramente, son un horror.
A combatir esta tendencia cristiana hacia la conservación permanente de los cuerpos vino a oponerse en tiempos modernos otra que, por lo que creo, ha ido aumentando con el paso de los años, en forma de incineración que deja reducido el cuerpo a un amistoso tarro de cenizas que, según gustos personales, se conserva en casa, se entierra debajo de un árbol querido por el difunto o, sencillamente, se arroja al mar, al río, a los campos de amapolas o a donde cada cual le parece más oportuno. Sobre este ritual se han hecho varias divertidas películas, porque el humor negro, por fortuna, no decae. En esas estábamos cuando al papa Francisco se le ocurre la peregrina idea de criticar tan saludable costumbre, dictando como norma la conservación de los tarros ceniceros en un lugar apropiado, con lo que estamos en las mismas, esto es, la afición perversa a conservar indefinidamente lo que la misma iglesia llama, en el rito funeral, despojos. Seguro que habrá algunos fieles dóciles que seguirán el recado papal pero también estoy convencido de que un crecido número seguirá haciendo de su capa un sayo, como es natural.
Mientras, ajenos a estas menudencias, máscaras y calabazas saldrán estos días alegremente a la calle para demostrar de manera fehaciente lo que todos sabemos: América manda y la industria americana, también. Adiós a las benditas ánimas del purgatorio y bien venido sea Halloween y su corte fantasmal.