Un monstruo de voracidad insaciable
Como cada año, cuando llegan estas fechas, se nos viene encima el trámite engorroso de la declaración de la Renta, algo que para muchos ciudadanos representa un singular combate con los confusos mecanismos burocráticos que la Administración española tiene establecidos cómo fórmula adecuada para entretenernos y hacer que durante un tiempo nos ocupemos en algo más que ver la TV. Hacienda, dice, viene realizando un notable esfuerzo por simplificar los trámites y hacerlo todo asequible y fácil de digerir, lo cual puede ser relativamente cierto en aquellos casos de vida absolutamente sencilla, la nómina y nada más, sin ningún otro aditamento, pero basta que en el horizonte personal se dibuje una escueta complicación (un ingreso extra, una acción bancaria, una herencia, una subvención, una anomalía funcional) para que el aparente sencillo trámite se transforme en una extraordinaria complicación de la que siempre resulta difícil salir airoso. Es una batalla singular, en que el ganador está predestinado de antemano y en la que, por ello mismo, se producen cada año incontables víctimas.
Lo de Hacienda no es, con mucho, y aunque parezca mentira, lo peor con que nos puede castigar el conjunto de la Administración pública española, esa hidra de variadas cabezas, que desde distintas ópticas (la estatal, la autonómica, la municipal, la de incontable organismos funcionales) cae sobre nosotros con una severidad pasmosa, como martillo pilón inasequible e insensible, dispuesta a agotar la paciencia y constancia del más sistemático de los ciudadanos. Recuerdo ahora que, cuando apareció en nuestras vidas el procedimiento informático, sus promotores y profetas, seguramente convencidos de la bondad que anunciaban intentaron convencernos (y, por un tiempo, casi lo lograron) de que se abría ante nosotros una nueva época marcada por la desaparición total del papel que se acumulaba en las mesas de los despachos y que engordaban todos los trámites administrativos hasta formar gruesos cartapacios. Fue un sueño que quizá apenas duró un soplo, el tiempo necesario para evaporarse.
Personalmente, lo que más me fastidia no es solo que la burocracia en vez de reducirse y simplificarse se haya complicado y engordado de manera monstruosa, sino que periódicamente aparezca un político, de cualquier signo (lo hacen todos) empeñado en convencernos de que, en adelante, todo va a ser muy sencillo. Ya sabemos que quienes se dedican a ese oficio no tienen ningún empacho en mentir con el mayor de los descaros y con cualquier motivo, pero esto, como digo, me produce una especial irritación. Hay trámites, documentos o certificados que lo piden por puro vicio, de manera innecesaria, porque les basta con darle a una tecla para tenerlo a la vista o nos exigen una vez sobre otra la presentación del mismo papel que ya nos pidieron la semana pasada, solo por el gusto de seguir acumulando material, exigiendo una fotocopia tras otra, a pesar de que, en el colmo del cinismo, ellos mismos nos recomiendan ahorrar en el gasto de papel.
La burocracia es un organismo vivo, que se retroalimenta a sí misma, alentada por los funcionarios que la manejan y que temen perder sus puestos de trabajo si hacen las cosas fáciles. Pese a esta realidad poderosa, quienes manejan el cotarro insisten en que, de ahora en adelante, todo va a ser más sencillo, más cómodo, más asequible, incluso para un niño, dicen en el colmo del cinismo, mientras las impresoras no paran de reproducir uno tras otro siempre los mismos inútiles documentos y sobre las mesas de los despachos se acumulan los mismos papeles cien veces repetidos.