Un oscuro futuro vacío de gente
Verdaderamente, hay serios motivos para estar preocupados ante el panorama demográfico que se nos dibuja en el horizonte de la provincia de Cuenca y no solo porque los datos ya existentes y contrastados a lo largo de los últimos años son lo que son y nos hablan con la severidad incontestable de los números y los porcentajes, sino y sobre todo porque no se aprecian indicios de que esa tendencia negativa constante pueda ser corregida en un futuro ni a corto ni a largo plazo.
       Los análisis de población, como las predicciones de la evolución climatológica, son ciencias ya muy desarrolladas, que solo raramente dejan espacio a sucesos improvisados. Puede surgir, desde luego, una tormenta inesperada que provoque el desbordamiento de un río, pero no es previsible, en modo alguno, que sobre un pueblo o ciudad caigan de pronto cien o doscientos habitantes que hayan decidido, en unos minutos, fijar allí su residencia e incrementar así la población del lugar. Estas cosas suceden de manera razonable y los cambios se ven venir.
      “Los demógrafos dibujan en el mapa una España sin futuro, un extenso territorio del interior repartido en 22 provincias como si fuera una gran mancha oscura donde el 30% de los habitantes supera los 65 años. Es una España terminal” escribía  Luis Gómez, hace apenas media docena de años, estableciendo una definición lapidaria, en el inicio de un reportaje sobre la dramática situación de media España, condenada a estar, a mitad de siglo, en unos niveles poblacionales bajo mínimos. Pero no hay, no debe haber lugar a la sorpresa, porque esto no es inesperado. En el ya lejano 1977, en la portada del último número de la revista El Banzo, sobre un fondo de titulares que recogían maravillosas noticias de progreso e inversiones en otros territorios, insertábamos un pequeño recuadro cargado de amarga ironía: “Si es usted el último conquense en emigrar, por favor: apague la luz al salir”. Estamos en trance, si esa tendencia no se corrige, de llegar efectivamente al anunciado momento de la liquidación total.
       Ahí está la clave del problema, el quid de la cuestión: cómo se puede corregir la tendencia negativa, fijar la población que ya existe y atraer a nuevos residentes. De vez en cuando nos llegan noticias de gestiones, conversaciones, reuniones, planes, encaminados todos a conseguir mayores inversiones públicas para mejorar dotaciones, infraestructuras y servicios. Pero tener mejores carreteras, un AVE maravilloso, más escuelas y centros de salud son medidas que ayudan a quienes ya estamos viviendo aquí, no son estímulos suficientes para impedir que la gente se vaya ni para atraer a otros. Eso solo se logra con trabajo, fundamentalmente en la industria, una aspiración que Cuenca perdió hace ya mucho tiempo, cuando pasaron por aquí de largo los planes de desarrollo del final del franquismo y fueron por completo ineficaces los inventos democráticos, como Sodicaman o el Gran Área de Expansión Industrial de Castilla-La Mancha, que no sirvieron absolutamente para nada. Y si no, a la vista están los inútiles polígonos industriales que ocupan tantos miles de metros cuadrados en las inmediaciones de una veintena de poblaciones, incluida la capital.
       Hay aquí, ante nosotros, un verdadero desafío social y económico sobre el que oímos buenas y prometedoras palabras. Nada sería más estimulante que pudieran concretarse en hechos efectivos, suficientes para derrotar sin piedad a las previsiones negativas. Ese esfuerzo solidario y colectivo sería capaz de reinvertir la tendencia e impedir que esta provincia nuestra se convierta en un desierto.

        (En la imagen, una calle de Barbalimpia, con la iglesia al fondo)

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