Hay vida después de la muerte
No creo que se den muchos casos en que la persona cuyo nombre sirve para denominar un centro de enseñanza mantenga relaciones íntimas con él, incluso después de haber muerto y ello es así, entre otros motivos, porque generalmente estos bautizos nominativos suelen recaer en personajes históricos -Alfonso VIII, Hervás y Panduro, Fray Luis de León, Jorge Manrique- que, naturalmente, ni están ni estuvieron nunca en condiciones de conocer siquiera cual pudiera ser el aspecto físico del edificio señalado para recibir su nombre, mucho menos aún sus características internas ni la forma de ser de quienes lo ocupan.
Hay un caso ciertamente excepcional y a él me refiero en estas palabras, el del instituto Fernando Zóbel de nuestra ciudad, que fue bautizado así cuando aún vivía la persona (no quiero limitarme a decir el artista: él fue mucho más que eso) que corresponde a tal nombre, aceptó la designación y mientras vivió fue un protector ejemplar del que era entonces un jovencísimo centro de enseñanza, recién creado. Algo que duró muy poco tiempo, porque Zóbel murió en la primavera de 1984, una situación que generalmente deriva en la natural interrupción de aquellas relaciones, pasando el titular a ser sólo un recuerdo, una referencia quizá sentimental, pero cada vez más lejana, sobre todo si tenemos en cuenta la rápida sucesión de generaciones y la facilidad con que entre nosotros se pierde la memoria.
Eso, dicho así, escuetamente, inserto en el comportamiento normal de seres humanos e instituciones, no funciona igual en el caso que hoy me ocupa. Van pasando las promociones de estudiantes, de profesores y directores y año tras año, con estricta puntualidad, cuando llega el día fatídico en que el artista encontró la muerte inesperada en Roma, el instituto recuerda a aquella persona excepcional acudiendo a una misa y homenaje en el cementerio de San Isidro, donde reposan sus restos y año tras año también, desde el posterior a su fallecimiento, se promueve un certamen de artes plásticas, que cumple ahora por tanto 32 ediciones y que puede verse, en apretado resumen, en las salas de la Diputación Provincial y el Centro Cultural Aguirre, donde se han recopilado unas setenta piezas, entre dibujos, pinturas, esculturas y fotografías premiadas a lo largo de este tiempo.
Como sucede en cualquier colectiva y más aún si abarca un periodo tan dilatado, el panorama artístico ofrecido en esta muestra en dispar, nada uniforme, una amalgama de estilos, tendencias y gustos, pero en muchas de esas obras se aprecia con claridad que quien era un joven aficionado apuntaba maneras e ideas que, en bastantes casos, se han confirmado con el paso del tiempo, haciendo que aquellos aprendices noveles se encuentren hoy avanzando con firmeza hacia la madurez creativa.
Nunca nos cansaremos (yo, al menos) de reconocer cada vez que hay ocasión la importancia que tuvo la presencia de Fernando Zóbel en Cuenca, desde la inalterable solidez del Museo de Arte Abstracto hasta la anecdótica mención de su nombre en la estación del AVE y el sólido recuerdo que dejó que en la vida ciudadana, sobre todo entre el vecindario de la parte alta. Y de lo que es buena prueba, me parece, la pervivencia de este certamen artístico con el que, de una manera simbólica y a través de sus jóvenes participantes, el pintor sigue mostrándose activo, dinámico, estimulante, vivo más allá de la muerte.