Silencio entre los muros de San Miguel 
              
El 17 de abril de 1962, martes santo (aquel año la celebración fue muy tardía), la iglesia de San Miguel abría sus puertas por primera vez para que, casi pisando los talones de los operarios que apenas unas horas antes habían terminado los últimos retoques, entrara un público entre curioso y escéptico, para experimentar en sus propias sensaciones lo que estaba a punto de ocurrir. Como sucede con todo descubrimiento o innovación, el título no aventuraba realmente lo que había tras él y, menos aún, hasta dónde se podría llegar, si era algo llamado a evaporarse con la fugacidad de lo inútil o tendría fuerzas para prolongarse en el tiempo y, casi, en el espacio.
       Se ha contado ya muchas veces, pero estas cosas conviene repetirlas, porque la memoria es frágil y la de las nuevas generaciones prácticamente no existe, convencidas de que solo lo nuevo e inminente tiene algún valor. La iglesia de San Miguel había sido restaurada por el Estado con proyecto y dirección del arquitecto Fernando Chueca Goitia y era el primer edificio monumental que Cuenca podía recuperar, después de los desastres acumulados durante los dos siglos anteriores. Tras este proceso, se abría la duda sobre qué destino dar a un edificio cuya utilidad era muy limitada y en una ciudad que carecía de cualquier preocupación vinculada con actividades culturales. Una concatenación de felices ideas puso sobre la mesa la que habría de ser definitiva: una Semana de Música Religiosa. Citaré los artífices: el musicólogo Antonio Iglesias, verdadero padre intelectual del proyecto; el gobernador Eugenio López y el alcalde Rodrigo Lozano. Se la jugaron a una carta y el envite salió bien.
        No había calefacción, las ventanas cerraban mal y aún se respiraba la humedad de las obras, pero la iglesia se llenó, de bote en bote, con las autoridades en cabeza. En el escenario, Federico Muelas, con su habitual y reconocido entusiasmo, hizo una especie de pregón para aventurar el hermoso futuro que esperaba a esta ciudad, si era capaz de apostar por lo que realmente tiene valor (la cultura) y no por sandeces intrascendentes de tres al cuarto. Luego, en el escenario, el Coro de Radio Nacional de España, dirigido por Alberto Blancafort, entonó las primeras melodías, las que abrían la Semana de Música Religiosa de Cuenca: la Pasión según San Mateo, de Francisco Guerrero; Jacobo se lamentaba, de Cristóbal de Morales y el tremendo Oficio de difuntos, de Tomás Luis de Victoria. Al día siguiente, el turno fue para la Orquesta Filarmónica de Madrid y el Coro de RNE, bajo la dirección de Odón Alonso. Al ya citado Alberto Blancafort le correspondió el encargo de la primera obra de estreno, que se oyó el viernes santo.,
         Desde entonces, y hasta el año pasado, la iglesia de San Miguel ha sido un escenario permanente para los conciertos de la Semana. Al principio, en exclusiva; luego coexistiendo con la iglesia de San Pablo y, desde 1994, compartiendo protagonismo con el Teatro Auditorio. Pero siempre San Miguel ha abierto sus puertas para algunos conciertos y el público ha acudido allí no solo atraído por el interés musical sino también con una carga de sentimentalismo que ese singular recinto despierta siempre, por su belleza, por la impecable sonoridad, por el recogido ambiente que proporcionan sus muros, por disfrutar del impagable espectáculo de la hoz del Júcar y San Antón en el crepúsculo del día. San Miguel y la Semana formaban una unidad en apariencia indisoluble. Hasta este año, en que la iglesia, restaurada para la música, ha sido castigada a no recibir ningún concierto de la Semana. Seguramente, sus piedras están llorando.

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