Sociabilidad colectiva esperando el autobús

Los seres humanos, generalmente, nos dejamos llevar por ideas preconcebidas, tópicos repetitivos que alcanzan la categoría de verdades inmutables e indiscutibles. Por ejemplo, es fácil pensar que todo el que monta un negocio, del tipo que sea, lo mismo una tienda de ropa de moda que una heladería, un puesto de frutas que un concesionario de automóviles, aspira, como objetivo principal, a ganar dinero. No creo que haya ningún comerciante que mantenga abierto un local por amor al arte; al contrario, podemos estar convencidos de que si las cosas van torcidas y le amenaza el desastre económico, actuará con sensatez y echará el cierre al presunto negocio.
       Esta idea, que seguramente puede compartir cualquier persona lectora, tiene una clamorosa excepción entre nosotros: la empresa que gestiona los autobuses urbanos de esta ciudad no tiene ningún interés en ganar dinero. Más aún, desprecia olímpicamente esa posibilidad y, si surge la oportunidad, prefiere perder clientes antes que admitirlos como pasajeros. Hay múltiples ejemplos pero voy a relatar el que pudimos vivir el pasado domingo en la estación del AVE. El tren procedente de Sevilla entra en los andenes a las 9,27 de la noche. Empiezan a bajar no menos de cien pasajeros que emprenden el camino de las escaleras mecánicas y los ascensores. Cuando llegan al vestíbulo de la estación son las 9,30 y contemplan, entre incrédulos, sorprendidos y cabreados, que el autobús emprende camino, totalmente vacío, dejando en tierra a todo el mundo. Algunos hacen gestos intentando llamar la atención del conductor que, como va a lo suyo, sigue la marcha, imperturbable y seguramente feliz: ha cumplido rigurosamente el horario y el reglamento. Los pasajeros chasqueados se precipitan sobre los cuatro taxis disponibles, y los que tienen amigos esperando hacen hueco para acoger a los demás. Naturalmente, si la estación estuviera en el casco urbano no habría especiales problemas: un paseo y ya está, pero como nuestros inteligentes y nunca bien ponderados políticos decidieron llevarla a la estratosfera, llegar andando desde allí a la ciudad no es precisamente un ejercicio saludable.
       No es esta la única peculiaridad del singular mecanismo de transporte público que disfrutamos en esta benemérita y, desde luego, impertérrita ciudad. Uno de los matices que yo más valoro es el intenso ejercicio de sociabilidad que realizamos durante el tiempo, en algunos casos larguísimo tiempo, que dedicamos a estar en las paradas esperando que un autobús tenga la bondad de venir a recogernos. Es muy interesante ver cómo van llegando personas que preguntan, esperanzadas, si ha pasado o se espera que pase tal o cual número de línea y que, a continuación, comienzan a contarse unas a otras aspectos de su vida. Si son forasteros, cosa que ocurre con frecuencia los fines de semana, inquieren matices de la vida conquense o nos cuentan los de su lugar de origen. Así se va formando un amigable grupo social, que va engrosando a medida que pasan los minutos. Con tres cuartos de hora de espera nos obsequió el otro día un autobús que debería pasar cada quince minutos. Nada, una minucia. Son los encantos de la vida cotidiana en una apacible capital de provincia..
        Con todo, no debemos mostrarnos quejosos ni protestar en exceso. La última vez que el concejal responsable informó de mejoras en el servicio suprimió líneas, eliminó paradas, aumentó el intervalo de paso de los vehículos y, de propina, a los dos días subió el precio del billete. De manera que más vale dejar las cosas como están, por si acaso.

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