No es tan amena la vega del Moscas
“Con lento paso por su vega amena / los espaciosos campos fertiliza / y su hermosa ribera colma y llena / de mil frutos sabrosos y hortalizas”. Busco la traslación al tiempo presente de los bucólicos versos del canónigo Villaviciosa y no encuentro por ningún lado su optimista versión de la ribera del Moscas. Cierto que han pasado algo más de cuatro siglos desde que se dio a la imprenta de Domingo de la Iglesia, que estaba en la calle Ancha, la primera edición de este libro singular, la única obra conocida de su autor, cuyos méritos literarios algunos estudiosos comparan con otros títulos excelsos de la literatura española, incluida la muy conocida Gatomaquia, de Lope de Vega, en lo que, seguramente, es una amistosa y provinciana exageración.
“La madre alegre del sagrado Júcar / que en ella el Moscas su corriente vierte / a sus saladas aguas en azúcar / con la dichosa mezcla le convierte” pues era tradición asentada en Cuenca que el contenido salobre del caudal del Moscas contribuía en manera notable a enriquecer el sabor de la incontenible producción de frutas y hortalizas que salían de sus riberas, cuyo aspecto, ciertamente lujurioso, servía de atractivo para que la población, entonces encerrada entre las murallas que protegían el casco urbano, saliera a pasear por estos campos tan pronto el buen tiempo permitía tal expansión ciudadana hacia el espacio exterior. Bien lo sabía el propio canónigo, pertinaz paseante por estos campos ocupados por la Alameda, la Vega Tordera, el Terminillo, el Cerro de la Horca, un auténtico emporio de riqueza natural. Pero no solo eso:
«Tiene la fama de lavar la lana / Júcar, más la verdad nos certifica / que suele el Moscas arrancar las sacas / y no dejar, por donde pasa, estacas” y así era, ciertamente, porque también los lavaderos de lanas ubicados de manera abundante en sus riberas hacían de las aguas del Moscas un rico venero de talleres que trabajaban este singular producto, que tanto prestigio (y trabajo y dinero) dio a Cuenca durante no menos de dos siglos. Pero, curiosidad de las elaboraciones históricas, los tratadistas sobre los avatares de la ganadería y la industria textil han venido a dar prioridad a los otros dos ríos conquenses y el pobre Moscas, a pesar de ser el único cantado en un largo y esplendoro poema en octava rima (metro poético, desde luego, nada fácil) ha ido perdiendo su papel protagonista para quedar relegado al de un triste segundón.
“Al Moscas tiene Cuenca por remate / y adorno principal de su hermosura, / que con limpios cristales y salados / le da mejor los frutos sazonados”. Viene el río desde las inmediaciones de Fuentes, donde nace, a unos 30 kilómetros de la capital provincial y avanza, antes caudaloso, ahora cansino, por las tierras de Las Zomas, La Atalaya y la Casa de la Mota, donde pasa bajo un precioso pequeño puente romano, antes de entrar en la jurisdicción de la ciudad, ahora ya sin huertas feraces (alguna queda), ni lavaderos de lanas, ni paseos arbolados ni especial atractivo. Agobiado por las referencias geográfico-turísticas a sus hermanos, Júcar y Huécar, que se llevan los méritos y las fotografías, casi nadie se acuerda siquiera de mencionar al Moscas, abandonado de quienes deberían cuidarlo y han transformado sus riberas en un estercolero permanente y variado, que invita a cualquier cosa, menos a elaborar sensibles cantos a su belleza y fecundidad. Queden como consuelo los versos del canónigo José de Villaviciosa, arcediano de Moya, señor de Reillo, miembro del Parnaso de las Letras por un solo poema, La Moschea, poética inventiva en octava rima, publicada por primera vez en Cuenca en 1615, cuando su autor tenía sólo 26 años.