El disputado voto de la España interior
De pronto, cuando nadie contaba ya con nosotros, cuando una especie de maleficio parecía haber caído, sin remedio, sobre las pequeñas y olvidadas provincias del interior, sucede un diminuto milagro, el que traen consigo las elecciones, y este territorio casi desértico ya en muchas de sus comarcas, víctimas de un acelerado proceso de despoblación que a quienes ejercen el poder desde hacer décadas no ha importado contener (peor aún: lo han fomentado con una forma nefasta de hacer política) surge como elemento de vital importancia para ayudar a definir, quizá de manera decisiva, el incierto mapa que se adivina tras lo que suceda el día marcado por las urnas. Lo ha descubierto El País en un reciente amplio reportaje donde se dibuja el papel decisivo que espera a los 99 escaños que corresponden a las provincias que, como Cuenca, solo aportan tres o cuatro diputados, una cifra insignificante y sin excesivo valor, hasta ahora, cuando amigablemente se los repartían entre dos, azules a un lado, rojos al otro, buscando siempre que la balanza quedara equilibrada por turno; eso, aseguran los observadores, ha terminado (o va a terminar) y naranjas, morados y verdes ayudarán a colorear el mapa, no se puede todavía adivinar cómo, pero así será.

     Alguien que conocía muy bien la idiosincrasia de la España interior, el vallisoletano Miguel Delibes (uno de los pocos grandes escritores que nunca renunció a vivir en su ciudad natal, despreciando la tentación casi unánime de cobijarse en el magma de la gran capital) lo previó con notable perspicacia. En El disputado voto del señor Cayo viajó hasta una pequeña aldea provinciana (de Burgos) en la que unos candidatos de las primeras elecciones acudían para intentar convencer al único habitante del lugar acerca de las ventajas de entregar su solitario voto a la opción que ellos propugnaban. Antonio Giménez Rico trasladó ese escenario a una de las películas que mejor refleja el apasionante ambiente de la transición; en ella, Juan Luis Galiardo, Lydia Bosch e Iñaki Miramón, todos ellos ya respirando los primeros síntomas del desencanto que luego acabaría por invadirnos, reciben una lección de verdad y autenticidad desde la sabiduría cazurra de un impagable Paco Rabal, un don Cayo que simboliza a otros muchos, miles, habitantes de esa España olvidada y maltratada.

      Los análisis sabihondos apuntan a muy variadas opciones pero en casi todos hay una coincidencia: el problema está en la fragmentación de la derecha, que se dibuja en tres opciones tan similares que algunos no somos capaces de distinguir cuales son los matices que separan a unos de otros, pues todos parecen lo mismo y quizá por eso están compitiendo, de manera ciertamente feroz, por enseñar abiertamente lo peor que cada cual lleva dentro renunciando incluso a principios (libertad, tolerancia, respeto, buenas maneras) que parecían bien asentados. En la izquierda el problema es otro, el de la creciente desmovilización de su electorado (bien se ha visto en Andalucía) que introduce un factor de riesgo al que, seguramente, se va a atender con prioridad en la campaña. En ese panorama, los tres humildísimos escaños que aporta la provincia de Cuenca a las Cortes (y cuatro al Senado) se convierten en piezas codiciadas porque uno solo de ellos puede resultar vital a la hora de decidir la formación de la mayoría necesaria para gobernar. Y eso, de paso, debería animar a los partidos implicados a poner en las listas candidatos atractivos, capaces de mover los ánimos y no al primero que pase por la puerta de la sede, como si se tratara de un simple y aburrido trámite sin importancia. Ahora, sí, ahora importa y de verdad.

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